Tal vez he vuelto a dominarme a mí mismo, tal vez he hecho en secreto un camino más corto y vuelvo a reencontrarme, desesperado ya de estar solo. ¡Pero esos dolores de cabeza, ese insomnio! De todos modos conviene luchar, o mejor, no tengo otra alternativa.
La estancia en Riva tuvo para mí una gran importancia. Por primera vez comprendí a una muchacha cristiana y viví casi totalmente en su círculo de influencia. Soy incapaz de escribir aquí nada decisivo para el recuerdo. Sólo para mantenerse, mi debilidad prefiere que mi torpe cabeza esté vacía y clara, siempre que la confusión se deje oprimir contra los bordes. Pero este estado es para mí preferible a la aglomeración simplemente sorda e incierta, para obtener la liberación de la cual, una liberación por demás insegura, sería preciso un martillo que previamente me partiese en pedazos.
Intento fallido de escribir a E. Weiss. Y ayer, en la cama, la carta me bullía dentro de la cabeza.
Sentarse en el rincón del tranvía eléctrico, envolviéndose en el abrigo.
El profesor G., en el viaje de regreso de Riva. La nariz germano-bohemia, que recuerda la Muerte; las mejillas, tumefactas, enrojecidas, granujientas, de un rostro predispuesto al enflaquecimiento anémico; la barba rubia rodeándolo. Poseído de la manía de comer y beber. Cómo engulle la sopa caliente, cómo muerde y lame a la vez el pedazo de embutido sin cortarlo a rodajas, con qué seriedad bebe a largos sorbos una cerveza que ya está caliente; cómo le brota el sudor en torno a la nariz; una cosa repugnante cuyo goce no se agota con la contemplación ni el olfato más ávidos.
La casa estaba ya cerrada. En dos ventanas del segundo piso había luz, y también la había en una ventana del cuarto piso. Un coche se detuvo frente a la casa. En la ventana iluminada del cuarto piso apareció un joven, la abrió y miró a la calleja. A la luz de la luna.
Era ya una hora muy avanzada de la noche. El estudiante había perdido totalmente las ganas de seguir trabajando. Tampoco era en absoluto necesario, porque en las últimas semanas había hecho realmente grandes progresos, podía tomarse sin duda un poco de descanso y reducir su tarea nocturna. Cerró sus libros y cuadernos, lo puso todo en orden sobre su pequeña mesa y se dispuso a desnudarse para irse a acostar. Pero casualmente miró a la ventana y, al ver la claridad de la luna llena, le vino la idea de dar aún un pequeño paseo en la hermosa noche otoñal. Apagó la luz, tomó el sombrero y abrió la puerta que daba a la cocina. Por lo general, le era del todo indiferente tener que salir siempre por la cocina, y además esta incomodidad reducía considerablemente el precio de la habitación, aunque algunas veces, cuando en la cocina había mucho alboroto o cuando, como hoy, quería salir tarde, la cosa resultaba molesta.
Desolado. Hoy, medio en sueños, por la tarde; el dolor tiene que acabar por hacerme estallar la cabeza. Y precisamente en las sienes. Al imaginarlo, lo que vi fue en realidad una herida de bala, sólo que en torno al orificio los bordes aparecían abiertos hacia afuera, rectos, con los cantos agudos, como cuando se abre una lata con violencia.
¡No olvidar a Krapotkin!
La estancia en Riva tuvo para mí una gran importancia. Por primera vez comprendí a una muchacha cristiana y viví casi totalmente en su círculo de influencia. Soy incapaz de escribir aquí nada decisivo para el recuerdo. Sólo para mantenerse, mi debilidad prefiere que mi torpe cabeza esté vacía y clara, siempre que la confusión se deje oprimir contra los bordes. Pero este estado es para mí preferible a la aglomeración simplemente sorda e incierta, para obtener la liberación de la cual, una liberación por demás insegura, sería preciso un martillo que previamente me partiese en pedazos.
Intento fallido de escribir a E. Weiss. Y ayer, en la cama, la carta me bullía dentro de la cabeza.
Sentarse en el rincón del tranvía eléctrico, envolviéndose en el abrigo.
El profesor G., en el viaje de regreso de Riva. La nariz germano-bohemia, que recuerda la Muerte; las mejillas, tumefactas, enrojecidas, granujientas, de un rostro predispuesto al enflaquecimiento anémico; la barba rubia rodeándolo. Poseído de la manía de comer y beber. Cómo engulle la sopa caliente, cómo muerde y lame a la vez el pedazo de embutido sin cortarlo a rodajas, con qué seriedad bebe a largos sorbos una cerveza que ya está caliente; cómo le brota el sudor en torno a la nariz; una cosa repugnante cuyo goce no se agota con la contemplación ni el olfato más ávidos.
La casa estaba ya cerrada. En dos ventanas del segundo piso había luz, y también la había en una ventana del cuarto piso. Un coche se detuvo frente a la casa. En la ventana iluminada del cuarto piso apareció un joven, la abrió y miró a la calleja. A la luz de la luna.
Era ya una hora muy avanzada de la noche. El estudiante había perdido totalmente las ganas de seguir trabajando. Tampoco era en absoluto necesario, porque en las últimas semanas había hecho realmente grandes progresos, podía tomarse sin duda un poco de descanso y reducir su tarea nocturna. Cerró sus libros y cuadernos, lo puso todo en orden sobre su pequeña mesa y se dispuso a desnudarse para irse a acostar. Pero casualmente miró a la ventana y, al ver la claridad de la luna llena, le vino la idea de dar aún un pequeño paseo en la hermosa noche otoñal. Apagó la luz, tomó el sombrero y abrió la puerta que daba a la cocina. Por lo general, le era del todo indiferente tener que salir siempre por la cocina, y además esta incomodidad reducía considerablemente el precio de la habitación, aunque algunas veces, cuando en la cocina había mucho alboroto o cuando, como hoy, quería salir tarde, la cosa resultaba molesta.
Desolado. Hoy, medio en sueños, por la tarde; el dolor tiene que acabar por hacerme estallar la cabeza. Y precisamente en las sienes. Al imaginarlo, lo que vi fue en realidad una herida de bala, sólo que en torno al orificio los bordes aparecían abiertos hacia afuera, rectos, con los cantos agudos, como cuando se abre una lata con violencia.
¡No olvidar a Krapotkin!
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