plano de la casa de Samsa,

plano de la casa de Gregor Samsa, por Nabokov

lunes, 31 de octubre de 2011

El cazador Gracchus-Franz KAFKA

Sentados en el muelle, dos muchachos jugaban a los dados. Un hombre leía un diario en las escalinatas de un monumento, a la sombra del héroe que blandía la espada. Una muchacha junto a la fuente llenaba su cántaro. Un vendedor de fruta, apoyado en su mercancía, miraba hacia el mar. A través de la puerta y ventanas de una taberna se veía en el fondo a dos hombres bebiendo vino. Al frente, sentado a una mesa, el tabernero dormitaba. Una barca que se deslizaba silenciosa, como llevada por el agua, entró al pequeño puerto. Un hombre de azul, saltó a tierra y pasó las amarras a través de las argollas. Otros dos hombres, de ropa oscura con botones plateados, seguían al contramaestre sosteniendo una camilla sobre la que, cubierto con un lienzo de seda floreada, yacía ostensiblemente un hombre.
En el muelle nadie parecía ocuparse de los que recién llegaban; nadie se les acercó cuando descendieron la camilla a tierra, esperando al contramaestre, que todavía se empeñaba con las amarras; nadie les dirigió una pregunta, nadie se detuvo a observarlos siquiera.
A causa de una mujer que, con un niño de pecho, apareció en cubierta, con el cabello suelto, el conductor se demoró todavía un poco; luego, señaló a la izquierda, hacia una casa amarillenta de dos pisos, que se levantaba junto al agua. Los portadores levantaron la carga y la condujeron por el portal, entre esbeltas columnas. Un muchachito abrió una ventana, alcanzó a observar cómo el grupo desaparecía dentro de la casa y volvió a cerrarla de inmediato. También se cerró el portal de roble oscuro cuidadosamente trabajado. Una bandada de palomas que había revoloteado alrededor del campanario descendió frente a la casa, delante del portal, como si allí se guardara su alimento. Una de ellas se elevó hasta el primer piso y picoteó el cristal de la ventana. Eran palomas vivaces, de plumaje claro; parecían bien cuidadas. La mujer de la barca, con un marcado ademán, les arrojaba granos. Ellas descendían y después de recogerlos, volaban hacia ella.
Un hombre de sombrero de copa con cintillo de luto se acercaba por una de las callejuelas que, estrechas e inclinadas, conducían al puerto. Miraba atentamente en derredor; todo parecía interesarle; los desperdicios que había en un rincón, produjeron en su rostro una mueca de desagrado. En las escalinatas del monumento había cáscaras de fruta que quitó al pasar, empujándolas con su bastón. Golpeó el portón de la casa; al mismo tiempo tomó el sombrero de copa con la diestra enguantada de negro. Se le abrió de inmediato; cincuenta niños se alinearon a lo largo del pasillo haciendo reverencias a su paso.
El conductor de la barca descendió las escaleras para saludar al señor y lo condujo hacia arriba; en el primer piso atravesaron el patio rodeado de leves columnas que sostenían la galería, y seguidos por los niños a respetuosa distancia, penetraron en una fresca habitación del ala posterior de la casa. Desde allí no se podían ver edificios, tan sólo un paredón de roca negruzca. Los portadores estaban ocupados en instalar y encender algunos cirios a la cabecera de la camilla, no por ello se intensificó la luz, sólo comenzaron a temblar las sombras, agitándose sobre las paredes. Habían replegado el lienzo que cubría la camilla. Sobre ella yacía un hombre bronceado, de pelo y barba salvajemente largos y revueltos, como correspondía a un cazador. Estaba inmóvil, con los ojos cerrados; al parecer no respiraba; a pesar de todo, sólo el conjunto de la escena indicaba que se trataba de un muerto.
El caballero se acercó a la camilla, posó su mano sobre la frente del yacente, luego se arrodilló y oró. El conductor de la barca ordenó con una seña a los portadores que abandonaran la habitación; salieron, hicieron alejarse a los niños que se habían reunido en el lugar, y cerraron la puerta. Mas este silencio no bastó al señor; miró al contramaestre, éste comprendió y salió por una puerta lateral a una habitación. De inmediato el hombre que yacía en la camilla abrió los ojos, y con una sonrisa dolorosa volvió su rostro hacia el señor y dijo:
— ¿Quién eres?
Sin asombro alguno, el señor se incorporó y contestó:
—Soy el alcalde de Riva.
El hombre de la camilla asintió con la cabeza, señaló débilmente con el brazo un sillón y, cuando el alcalde hubo aceptado su invitación, dijo:
—Lo sabía, señor alcalde, pero en el primer momento siempre me olvido de todo, las ideas se me revuelven y es mejor que pregunte, a pesar de que ya sepa. También usted, al parecer, ya sabe que soy el cazador Gracchus.
—Así es —afirmó el alcalde—. Anoche me fue anunciada su llegada. Ya estábamos profundamente dormidos, cuando me despertó mi mujer: " ¡Salvatore (que así me llamo) mira la paloma en la ventana!" Era realmente una paloma, pero grande como un gallo. Voló a mi oído y dijo: "Mañana llega el cazador Gracchus, muerto; recíbelo en nombre de la ciudad."
El cazador asintió con la cabeza, mojando sus labios con la punta de la lengua.
—Sí, las palomas se me adelantan. ¿Pero cree usted, señor alcalde, que debo quedarme en Riva?
—No lo podría decir aún —repuso el alcalde—. ¿Está usted muerto?
—Sí —dijo el cazador—; usted puede verlo. Hace muchos años, sí, muchísimos años, me despeñé mientras perseguía a una gamuza en la Selva Negra (eso queda en Alemania). Desde entonces estoy muerto.
—Pero usted vive también —dijo el alcalde.
—En cierta forma —dijo el cazador—; en cierta forma también vivo. Mi barca mortuoria erró el viaje, un viraje en falso del timón, un instante de descuido del conductor, un rodeo a través de mi bellísima patria, no sé qué fue, sólo sé que permanecí en la tierra y que desde entonces, mi barca surca las aguas terrenales. Así, yo, el que sólo quiso vivir en sus montañas, viajo por todos los países de la tierra.
— ¿Y usted no tiene un lugar en el más allá? —preguntó el alcalde arrugando la frente.
—Siempre estoy en la gran .escalera que conduce a lo alto —contestó el cazador—. En esta escalinata infinitamente amplia, estoy siempre moviéndome hacia arriba, hacia abajo, a derecha e izquierda, siempre. El cazador se volvió mariposa. No se ría.
—No me río —se atajó el alcalde.
—Muy cuerda su actitud —dijo el cazador—. Siempre estoy en movimiento. Pero, ineludiblemente, cuando tomo un gran impulso y ya vislumbro el portal en lo alto, despierto en mi barca, desoladamente varada en alguna parte de las aguas terrenales. En mi camarote, el error de mi pasada muerte me sonríe con una mueca disimulada. Julia, la mujer del contramaestre, toca y me trae a la camilla el desayuno, del país cuyas costas estemos bordeando. Yo reposo en mi camilla; (no es muy grato contemplarme) cubierto con una mortaja sucia; pelo y barba, gris y negro se confunden desordenadamente; mis piernas están cubiertas con un mantón de mujer, de seda floreada y con largos flecos. En mi cabecera hay un cirio que me ilumina. En la pared de enfrente, el cuadrito de cierto bosquimano, que me apunta con su larga lanza y se cubre como puede con un escudo extraordinariamente decorado. En los barcos solemos encontrar cuadros muy grotescos, pero éste es uno de los más ridículos que he visto. Fuera de esto mi jaula de madera está completamente vacía. Por una escotilla lateral me llega la brisa tibia de la noche austral; desde ahí puedo oír el agua que golpea contra la barca.
"Aquí estoy desde entonces, cuando siendo el aún vivo cazador Gracchus, me despeñé persiguiendo una gamuza en la amada Selva Negra. Todo sucedió según el orden natural. La perseguí, caí, me desangré en un barranco, morí, y esta barca debía llevarme al más allá. Me acuerdo todavía cuán alegremente me estiré por primera vez en esta camilla. Nunca las montañas habían escuchado de mí un canto más festivo que el que oyeron estas cuatro paredes, entonces aún vagas.
"Había vivido alegre, y alegre morí; alegre arrojé ante mí el morral, la caja y la escopeta, que siempre había llevado con orgullo, antes de pisar la borda y deslizarme en la mortaja, como una chiquilla en su vestido de novia. Aquí yacía y esperaba, después sucedió la desgracia.
—Triste destino —dijo el alcalde como defendiéndose de una mano levantada-. ¿Y usted no habrá tenido alguna culpa?
—En absoluto -dijo el cazador—; fui cazador. ¿Puede culpárseme por eso? Me apostaron como cazador en la Selva Negra, que todavía entonces albergaba lobos. Yo acechaba, disparaba, acertaba en mi blanco, le quitaba la piel; ¿puede culpárseme por eso? Mi trabajo era bendito. Me llamaban "el gran cazador de la Selva Negra". ¿Tengo alguna culpa?
—No soy yo el más indicado para decirlo —dijo el alcalde-, pero no me parece que tenga ninguna culpa. ¿Pero quién es culpable entonces?
—El barquero —dijo el cazador—. Nadie leerá lo que escribo aquí, nadie vendrá a ayudarme; y si fuera un deber ayudarme, entonces todas las puertas de todas las casas permanecerían cerradas, todas las ventanas cerradas, todos se meterían en las camas cubiertos con las mantas hasta la cabeza, toda la tierra se convertiría en una oscura posada. Nadie sabe de mí y, aun cuando alguien supiera, no sabría mi paradero, y si supiera el paradero, no sabría cómo retenerme allí, cómo ayudarme. La idea de quererme ayudar es una enfermedad y debe guardarse cama para curar de ella.
"Y como lo sé no grito pidiendo ayuda ni aun en los instantes en que —como precisamente ahora, sin dominarme— pienso intensamente en ello. Pero me basta para alejar esos pensamientos mirar a mi alrededor y darme cuenta de dónde estoy —y puedo afirmarlo—, dónde moro desde hace siglos.
—Extraordinario —dijo el alcalde—, extraordinario… ¿Y ahora piensa quedarse con nosotros en Riva?
—No pienso —dijo el cazador sonriendo, y para atenuar el sarcasmo, puso la mano sobre la rodilla del alcalde—. Estoy aquí, no sé más; no puedo hacer otra cosa. Mi barca carece de timón, viaja con el viento que sopla en las regiones inferiores de la muerte.
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El cazador Gracchus, Franz KAFKA-
trad. Sergio Guillén, para edit. AKAL, 1987

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Der Jäger Gracchus

Zwei Knaben saßen auf der Quaimauer und spielten Würfel. Ein Mann las eine Zeitung auf den Stufen eines Denkmals im Schatten des säbelschwingenden Helden. Ein Mädchen am Brunnen füllte Wasser in ihre Bütte. Ein Obstverkäufer lag neben seiner Ware und blickte auf den See hinaus. In der Tiefe einer Kneipe sah man durch die leeren Tür- und Fensterlöcher zwei Männer beim Wein. Der Wirt saß vorn an einem Tisch und schlummerte. Eine Barke schwebte leise, als werde sie über dem Wasser getragen, in den kleinen Hafen. Ein Mann in blauem Kittel stieg ans Land und zog die Seile durch die Ringe. Zwei andere Männer in dunklen Röcken mit Silberknöpfen trugen hinter dem Bootsmann eine Bahre, auf der unter einem großen blumengemusterten, gefransten Seidentuch offenbar ein Mensch lag.

Auf dem Quai kümmerte sich niemand um die Ankömmlinge, selbst als sie die Bahre niederstellten, um auf den Bootsführer zu warten, der noch an den Seilen arbeitete, trat niemand heran, niemand richtete eine Frage an sie, niemand sah sie genauer an.

Der Führer wurde noch ein wenig aufgehalten durch eine Frau, die, ein Kind an der Brust, mit aufgelösten Haaren sich jetzt auf Deck zeigte. Dann kam er, wies auf ein gelbliches, zweistöckiges Haus, das sich links nahe beim Wasser geradlinig erhob, die Träger nahmen die Last auf und trugen sie durch das niedrige, aber von schlanken Säulen gebildete Tor. Ein kleiner Junge öffnete ein Fenster, bemerkte noch gerade, wie der Trupp im Haus verschwand, und schloß wieder eilig das Fenster. Auch das Tor wurde nun geschlossen, es war aus schwarzem Eichenholz sorgfältig gefügt. Ein Taubenschwarm, der bisher den Glockenturm umflogen hatte, ließ sich jetzt vor dem Hause nieder. Als werde im Hause ihre Nahrung aufbewahrt, sammelten sich die Tauben vor dem Tor. Eine flog bis zum ersten Stock auf und pickte an die Fensterscheibe. Es waren hellfarbige wohlgepflegte, lebhafte Tiere. In großem Schwung warf ihnen die Frau aus der Barke Körner hin, die sammelten sie auf und flogen dann zu der Frau hinüber.

Ein Mann im Zylinderhut mit Trauerband kam eines der schmalen, stark abfallenden Gäßchen, die zum Hafen führten, herab. Er blickte aufmerksam umher, alles bekümmerte ihn, der Anblick von Unrat in einem Winkel ließ ihn das Gesicht verzerren. Auf den Stufen des Denkmals lagen Obstschalen, er schob sie im Vorbeigehen mit seinem Stock hinunter. An der Stubentür klopfte er an, gleichzeitig nahm er den Zylinderhut in seine schwarzbehandschuhte Rechte. Gleich wurde geöffnet, wohl fünfzig kleine Knaben bildeten ein Spalier im langen Flurgang und verbeugten sich.

Der Bootsführer kam die Treppe herab, begrüßte den Herrn, führte ihn hinauf, im ersten Stockwerk umging er mit ihm den von leicht gebauten, zierlichen Loggien umgebenen Hof und beide traten, während die Knaben in respektvoller Entfernung nachdrängten, in einen kühlen, großen Raum an der Hinterseite des Hauses, dem gegenüber kein Haus mehr, sondern nur eine kahle, grauschwarze Felsenwand zu sehen war. Die Träger waren damit beschäftigt, zu Häupten der Bahre einige lange Kerzen aufzustellen und anzuzünden, aber Licht entstand dadurch nicht, es wurden förmlich nur die früher ruhenden Schatten aufgescheucht und flackerten über die Wände. Von der Bahre war das Tuch zurückgeschlagen. Es lag dort ein Mann mit wild durcheinandergewachsenem Haar und Bart, gebräunter Haut, etwa einem Jäger gleichend. Er lag bewegungslos, scheinbar atemlos mit geschlossenen Augen da, trotzdem deutete nur die Umgebung an, daß es vielleicht ein Toter war.

Der Herr trat zur Bahre, legte eine Hand dem Daliegenden auf die Stirn, kniete dann nieder und betete. Der Bootsführer winkte den Trägern, das Zimmer zu verlassen, sie gingen hinaus, vertrieben die Knaben, die sich draußen angesammelt hatten, und schlossen die Tür. Dem Herrn schien aber auch diese Stille noch nicht zu genügen, er sah den Bootsführer an, dieser verstand und ging durch eine Seitentür ins Nebenzimmer. Sofort schlug der Mann auf der Bahre die Augen auf, wandte schmerzlich lächelnd das Gesicht dem Herrn zu und sagte: »Wer bist du?« – Der Herr erhob sich ohne weiteres Staunen aus seiner knienden Stellung und antwortete: »Der Bürgermeister von Riva.«

Der Mann auf der Bahre nickte, zeigte mit schwach ausgestrecktem Arm auf einen Sessel und sagte, nachdem der Bürgermeister seiner Einladung gefolgt war: »Ich wußte es ja, Herr Bürgermeister, aber im ersten Augenblick habe ich immer alles vergessen, alles geht mir in der Runde und es ist besser, ich frage, auch wenn ich alles weiß. Auch Sie wissen wahrscheinlich, daß ich der Jäger Gracchus bin.«

»Gewiß«, sagte der Bürgermeister. »Sie wurden mir heute in der Nacht angekündigt. Wir schliefen längst. Da rief gegen Mitternacht meine Frau: ›Salvatore‹, – so heiße ich – ›sieh die Taube am Fenster!‹ Es war wirklich eine Taube, aber groß wie ein Hahn. Sie flog zu meinem Ohr und sagte: ›Morgen kommt der tote Jäger Gracchus, empfange ihn im Namen der Stadt.‹«

Der Jäger nickte und zog die Zungenspitze zwischen den Lippen durch: »Ja, die Tauben fliegen vor mir her. Glauben Sie aber, Herr Bürgermeister, daß ich in Riva bleiben soll?«

»Das kann ich noch nicht sagen«, antwortete der Bürgermeister. »Sind Sie tot?«

»Ja«, sagte der Jäger, »wie Sie sehen. – Vor vielen Jahren, es müssen aber ungemein viel Jahre sein, stürzte ich im Schwarzwald – das ist in Deutschland – von einem Felsen, als ich eine Gemse verfolgte. Seitdem bin ich tot.«

»Aber Sie leben doch auch«, sagte der Bürgermeister.

»Gewissermaßen«, sagte der Jäger, »gewissermaßen lebe ich auch. Mein Todeskahn verfehlte die Fahrt, eine falsche Drehung des Steuers, ein Augenblick der Unaufmerksamkeit des Führers, eine Ablenkung durch meine wunderschöne Heimat, ich weiß nicht, was es war, nur das weiß ich, daß ich auf der Erde blieb und daß mein Kahn seither die irdischen Gewässer befährt. So reise ich, der nur in seinen Bergen leben wollte, nach meinem Tode durch alle Länder der Erde.«

»Und Sie haben keinen Teil am Jenseits?« fragte der Bürgermeister mit gerunzelter Stirne.

»Ich bin«, antwortete der Jäger, »immer auf der großen Treppe, die hinaufführt. Auf dieser unendlich weiten Freitreppe treibe ich mich herum, bald oben, bald unten, bald rechts, bald links, immer in Bewegung. Aus dem Jäger ist ein Schmetterling geworden. Lachen Sie nicht.«

»Ich lache nicht«, verwahrte sich der Bürgermeister.

»Sehr einsichtig«, sagte der Jäger. »Immer bin ich in Bewegung. Nehme ich aber den größten Aufschwung und leuchtet mir schon oben das Tor, erwache ich auf meinem alten, in irgendeinem irdischen Gewässer öde steckenden Kahn. Der Grundfehler meines einstmaligen Sterbens umgrinst mich in meiner Kajüte. Julia, die Frau des Bootsführers, klopft und bringt mir zu meiner Bahre das Morgengetränk des Landes, dessen Küste wir gerade befahren, Ich liege auf einer Holzpritsche, habe – es ist kein Vergnügen, mich zu betrachten – ein schmutziges Totenhemd an, Haar und Bart, grau und schwarz, geht unentwirrbar durcheinander, meine Beine sind mit einem großen, seidenen, blumengemusterten, langgefransten Frauentuch bedeckt. Zu meinen Häupten steht eine Kirchenkerze und leuchtet mir. An der Wand mir gegenüber ist ein kleines Bild, ein Buschmann offenbar, der mit einem Speer nach mir zielt und hinter einem großartig bemalten Schild sich möglichst deckt. Man begegnet auf Schiffen manchen dummen Darstellungen, diese ist aber eine der dümmsten. Sonst ist mein Holzkäfig ganz leer. Durch eine Luke der Seitenwand kommt die warme Luft der südlichen Nacht, und ich höre das Wasser an die alte Barke schlagen.

Hier liege ich seit damals, als ich, noch lebendiger Jäger Gracchus, zu Hause im Schwarzwald eine Gemse verfolgte und abstürzte. Alles ging der Ordnung nach. Ich verfolgte, stürzte ab, verblutete in einer Schlucht, war tot und diese Barke sollte mich ins Jenseits tragen. Ich erinnere mich noch, wie fröhlich ich mich hier auf der Pritsche ausstreckte zum erstenmal. Niemals haben die Berge solchen Gesang von mir gehört wie diese vier damals noch dämmerigen Wände.

Ich hatte gern gelebt und war gern gestorben, glücklich warf ich, ehe ich den Bord betrat, das Lumpenpack der Büchse, der Tasche, des Jagdgewehrs vor mir hinunter, das ich immer stolz getragen hatte, und in das Totenhemd schlüpfte ich wie ein Mädchen ins Hochzeitskleid. Hier lag ich und wartete. Dann geschah das Unglück.«

»Ein schlimmes Schicksal«, sagte der Bürgermeister mit abwehrend erhobener Hand. »Und Sie tragen gar keine Schuld daran?«

»Keine«, sagte der Jäger, »ich war Jäger, ist das etwa eine Schuld? Aufgestellt war ich als Jäger im Schwarzwald, wo es damals noch Wölfe gab. Ich lauerte auf, schoß, traf, zog das Fell ab, ist das eine Schuld? Meine Arbeit wurde gesegnet. ›Der große Jäger vom Schwarzwald‹ hieß ich. Ist das eine Schuld?«

»Ich bin nicht berufen, das zu entscheiden«, sagte der Bürgermeister, »doch scheint auch mir keine Schuld darin zu liegen. Aber wer trägt denn die Schuld?«

»Der Bootsmann«, sagte der Jäger. »Niemand wird lesen, was ich hier schreibe, niemand wird kommen, mir zu helfen; wäre als Aufgabe gesetzt mir zu helfen, so blieben alle Türen aller Häuser geschlossen, alle Fenster geschlossen, alle liegen in den Betten, die Decken über den Kopf geschlagen, eine nächtliche Herberge die ganze Erde. Das hat guten Sinn, denn niemand weiß von mir, und wüßte er von mir, so wüßte er meinen Aufenthalt nicht, und wüßte er meinen Aufenthalt, so wüßte er mich dort nicht festzuhalten, so wüßte er nicht, wie mir zu helfen. Der Gedanke, mir helfen zu wollen, ist eine Krankheit und muß im Bett geheilt werden.

Das weiß ich und schreie also nicht, um Hilfe herbeizurufen, selbst wenn ich in Augenblicken – unbeherrscht wie ich bin, zum Beispiel gerade jetzt – sehr stark daran denke. Aber es genügt wohl zum Austreiben solcher Gedanken, wenn ich umherblicke und mir vergegenwärtige, wo ich bin und – das darf ich wohl behaupten – seit Jahrhunderten wohne.«

»Außerordentlich«, sagte der Bürgermeister, »außerordentlich. – Und nun gedenken Sie bei uns in Riva zu bleiben?«

»Ich gedenke nicht«, sagte der Jäger lächelnd und legte, um den Spott gutzumachen, die Hand auf das Knie des Bürgermeisters. »Ich bin hier, mehr weiß ich nicht, mehr kann ich nicht tun. Mein Kahn ist ohne Steuer, er fährt mit dem Wind, der in den untersten Regionen des Todes bläst.«

sábado, 22 de octubre de 2011

de Apuntes del subsuelo(1864)-Fiodor DOSTOIEVSKI

Señores, hablo en broma, por supuesto, y bien sé que lo hago mal, pero, con todo, no deben tomar a chirigota lo que digo. Puede que mis bromas vayan acompañadas de un rechinar de dientes. Señores, hay problemas que me traen de cabeza: hagan el favor de resolvérmelos. Por ejemplo, ustedes tratan de apartar al hombre de sus viejos hábitos y corregir su voluntad de acuerdo con las exigencias de la ciencia y el sentido común. ¿Pero cómo saben ustedes si el hombre no sólo puede, sino que debe, ser corregido así? ¿De dónde sacan que es de todo punto necesario corregir la voluntad humana? O, dicho de otro modo ¿cómo saben que tal corrección redundará en beneficio, de la humanidad? Y si vamos a decirlo todo, ¿por qué están tan plenamente convencidos de que no ir a contrapelo de sus intereses reales y normales, avalados por las conclusiones de la razón y la aritmética, es siempre ventajoso para el hombre, amén de ser también una ley para toda la humanidad? Porque de momento eso no pasa de ser una suposición. Pongamos que sea una conclusión lógica, pero puede no ser una ley humana. Quizá, señóres, crean ustedes que estoy loco. Permítanme que me explique. Estoy de acuerdo en que el hombre es un animal primordialmente creador, condenado a la persecución consciente de un objetivo y aficionado al arte de la ingeniería, esto es, a abrirse eterna e incesantemente un camino hacia cualquier sitio. Pero he aquí por qué es posible que quiera algunas veces desviarse de ese camino, justamente porque está condenado a abrírselo, y quizá también porque, por muy estúpido que de ordinario sea el hombre de acción, pensará a veces que ese camino casi nunca parece conducir a ninguna parte, y que lo importante no es a dónde conduce, sino que conduce a alguna parte; y que un niño bien educado, que desdeña el arte de la ingeniería, no debe rendirse a la ociosidad fatal que, como bien se sabe, es la madre de todos los vicios. El hombre se desvive por construir y por abrir caminos; eso no tiene vuelta de hoja. ¿Pero por qué ama también, y ama con pasión, la destrucción y el caos? ¡A ver, explíquenme eso! Pero sobre esto yo mismo quiero decir un par de palabras. ¿No será acaso que ese amor a la destrucción y el caos (porque es innegable que a veces los ama apasionadamente; ése es un hecho) le produce un miedo instintivo de llegar al fin y dar remate al edificio que está levantando? Porque bien puede ser que le guste ese edificio sólo desde lejos, pero en modo alguno desde cerca; quizá sólo le guste construirlo, pero no habitarlo, prefiriendo dejarlo más tarde aux animaux domestiques, esto es, a las hormigas, a los borregos, etc. etc. Ahora bien, las hormigas son algo enteramente distinto. Ellas tienen un edificio maravilloso de esa clase, eternamente indestructible: el hormiguero.

Todas las hormigas respetables empezaron con el hormiguero y probablemente terminarán con él, lo que las honra por su aplicación y perseverancia. Pero el hombre es una criatura frívola e imprevisible y quizá, a la manera de un jugador de ajedrez, gusta sólo del proceso de llegar a la meta, y no de la meta misma. ¿Y quién sabe? (nadie puede saberlo de cierto) quizá la únca meta que en este mundo persigue el hombre consista unicamente en ee ir hacia ella, o, dicho de otro modo, consista en la vida misma, y no realmente en la meta, la que, por supuesto, será algoasí como "dos y dos son cuatro", o sea, una fórmula; pero "dos y dos son cuatro" no es vida, señores, sino el comienzo de la muerte. Al menos, el hombre siempre parece haber tenido miedo a ese "dos y dos son cuatro", y yo también se lo tengo ahora. Supongamos que el hombre no hace más buscar ese "dos y dos son cuatro", cruzando los mares y sacrificando su vida a esa búsqueda; pero tener buen éxito en ella, encontrar realmente lo que busca... sí, a eso me parece que le tiene miedo. Porque piensa que, una vez que haya encontrado lo que busca, ya no tendrá otra cosa que buscar. Al menos los obreros, cuando terminan su trabajo, cobran su salario, van a la taberna y terminan después en la comisaría -lo cual basta para ocuparlos una semana. ¿Pero a dónde irá el hombre? En todo caso, se advierte cierto desmaño en él cuando consigue alcanzarlos, lo cual, por supuesto, es sumamente ridículo. En una palabra, el hombre es una criatura cómica, pues es evidente que todo eso supone una broma. Pero "dos y dos son cuatro" es, con todo, una cosa insoportable. En mi opinión, "dos y dos son cuatro" es algo así como un fantoche que se nos atraviesa en el camino con los brazos en jarras y nos lanza un escupitajo. Estoy conforme en que "dos y dos son cuatro" es una cosa excelente, pero si hemos de ser justos hay que reconcoer que la fórmula "dos y dos son cinco" es también a veces una cosa muy bonita.
¿Y por qué están ustedes tan firmemente, tan triunfalmente, convencidos de que sólo lo normal y positivo -en una palabra, sólo el bienestar- es ventajoso para el hombre? ¿No se equivoca la razón en eso de las ventajas? ¿No es posible que al hombre le guste otra cosa además del bienestar? ¿No es posible que le guste igualmente el sufrimiento, que el sufrimiento sea quizá tan ventajoso para él como el bienestar? Porque en ocasiones el hombre ama el sufrimiento con pasión; lo cual es un hecho indiscutible. Para probarlo no es preciso consultar la historia universal; pregúnteselo a usted a sí mismo, si es usted hombre y ha vivido en alguna medida. En cuanto a mi opinión personal, digo que amar sólo el bienestar es casi indecoroso. Sea bueno o malo, el hecho es que destrozar alguna cosa puede ser a veces muy agradable también. No estoy aquí defendiendo el sufrimiento, ni tampoco el bienestar. Lo que defiendo son mis propios caprichos, a fin de que se me garanticen cuando sea necesario. Sé que en las farsas, por ejemplo, no se permite el sufrimiento. En el Palacio de Cristal, por otra parte, es inconcebible: el sufrimiento es duda, es negación ¿y qué clase de Palacio de Cristal sería ése si en él hallara acomodo la duda? En cualquier caso, estoy convencido de que el hombre nunca renunciará al sufrimiento genuino, o sea a la destrucción y el caos. El sufrimiento : ¡pero si ésa es la única causa agente de la conciencia! Y aunque al principio declaré que, en mi opinión, la conciencia es la mayor desgracia para el hombre, sé, no obstante, que éste la ama y que no la trocaría por ninguna satisfacción. La conciencia, por ejemplo, es infinitamente superior a "dos y dos son cuatro". Después de "dos y dos son cuatro" no queda, por supuesto, nada que hacer, ni que aprender tampoco. Después de eso, lo único posible entonces será poner un tapón a los cinco sentidos y entregarse a la contemplación. Pero con la conciencia, aun si conduce a lo mismo, es decir, a que tampoco quede nada que hacer, podrá uno al menos azotarse de vez en cuando, lo que, en todo caso, sirve de estímulo. Quizá sea un arbitrio retrógrado, pero es mejor que no hacer nada.
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de Subsuelo, primera parte de Apuntes del subsuelo,1864-
F.M. DOSTOYEVSKI
-(1821-1881)
trad. Juan López-Morillas, para Alianza editorial-1991

sábado, 15 de octubre de 2011

dícese de los heraldos-C.Blázquez

dícese que los heraldos
en riguroso avance
desprotegidos en la defensa
inoculan
el veneno de la desproporción

-el infierno es una mesa
con las patas hacia arriba

así permanece celeste
el tridente de Satán

pero queda el Tiempo
enemigo que del amor
hace Hazaña
y fortalece el agua
hasta petrificarla

...dícese de los heraldos
que de nuevo disuelven
el oro entre las Aguas

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C.Blázquez (de Apoplejías del hereje)

miércoles, 12 de octubre de 2011

dábale lírica Dalí a la calavera


Cráneo con su apéndice lírico reposando sobre una
mesita de noche que debería tener la misma temperatura
que el nido de un cardenal. 1934. Óleo sobre madera.
The Salvador Dalí Museum. San Petersburgo FL.

¿y por qué veo yo el lírico hocico del perro de Goya
y lucientes los dientes la loma y el cielo del otro lado
desde el otro lado?



calavera bailarina,1939. Óleo sobre lienzo.
Colección Merz. Pal.

fuente
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naturalmente inspirada y dedicada esta entrada
a P.Damiano

domingo, 9 de octubre de 2011

Kafka pocero, experto en drenar el pozo de la "Sabiduría"

WALTER BENJAMIN
Del libro Iluminaciones 4. Walter Benjamin, Madrid, Taurus.

…La obra de Kafka es una elipse cuyos focos, muy alejados el uno del otro, están determinados de un lado por la experiencia mística (que es sobre todo la experiencia de la tradición) y de otro por la experiencia del hombre moderno en la gran ciudad. Al hablar de la experiencia del hombre moderno de la gran ciudad abarco diversos elementos. Hablo en primer lugar del ciudadano del Estado moderno, que se sabe entregado a un inabarcable aparato burocrático, cuyas funciones dirigen instancias no demasiado precisas para los órganos que las cumplen, cuanto menos para los que están sujetos a ellas. (Se sabe bien que es éste uno de los estratos de significación de las novelas, especialmente de El Proceso.) Además aludo como a un hombre moderno de la gran ciudad al coetáneo de los físicos actuales. Leyendo el siguiente pasaje de Eddington sobre la imagen del mundo que tiene la física, pensaremos que estamos escuchando a Kafka:

"Estoy en el umbral de la puerta, a punto de entrar en mi cuarto. Lo cual es una empresa complicada. En primer lugar tengo que luchar contra la atmósfera que pesa con una fuerza de un kilogramo sobre cada centímetro cuadrando de mi cuerpo. Además debo procurar aterrizar en una tabla que gira alrededor del sol con una velocidad de 30 kilómetros por segundo; sólo un retraso de una fracción de segundo y la tabla se habrá alejado millas. Y semejante obra de arte ha de ser llevada a cabo mientras estoy colgado, en un planeta en forma de bola, con la cabeza hacia fuera, hacia el espacio, a la par que por todos los poros de mi cuerpo sopla un viento etéreo a Dios sabe cuánta velocidad. Tampoco la tabla tiene una sustancia firme. Pisar sobre ella es como pisar sobre un enjambre de moscas. ¿No acabaré por caerme? No, porque si me atrevo y piso, una de las moscas me alcanzará y me dará un empujón hacia arriba; caigo otra vez y otra vez me empuja hacia arriba y así sucesivamente. Puedo por tanto esperar que el resultado total sea mi permanencia siempre aproximadamente a la misma altura…"

No conozco ningún pasaje en literatura que muestre en tal grado el gesto kafkiano. Se podría sin esfuerzo acompañar casi cada paso de esta aporía física con frases de la prosa de Kakfa, y no habla poco a favor de ello que nos encontrásemos al hacerlo con las "más incomprensibles". Decir por tanto, tal y como yo lo he hecho, que las correspondientes experiencias de Kakfa están en una tensión poderosa respecto de las místicas que tuvo, no sería sino decir la verdad a medias. Lo que en un sentido muy preciso resulta "increíble" en Kafka es que ese mundo jovencísimo de experiencias le llegue a través de la tradición mística. Lo cual desde luego no ha sido posible sin causar estragos (y sobre ello volveré en seguida) dentro de esta tradición. La medida del asunto la da que fuese necesario apelar a nada menos que a las fuerzas de esa tradición, si es que alguien (que se llamó Franz Kafka) quería confrontarse con la realidad que, en cuanto nuestra, se proyecta teóricamente por ejemplo en la física moderna y prácticamente en la técnica bélica. Quiero decir que esa realidad apenas es experimentable para un particular y que el mundo de Kafka, tantas veces alegre y atravesado por ángeles, es el exacto complemento de su época, que se dispone a abolir en una medida considerable a los habitantes de este planeta. La experiencia, que corresponde a la de Kafka como hombre privado, debieran adquirirla las grandes masas como la de su propia abolición.

Kafka vive en un mundo complementario. (Y en ello está emparentado con Klee, cuya obra se alza en la pintura tan esencialmente aislada como la de Kafka en la literatura.) Kafka percibía el complemento, sin percibir lo que le rodeaba. Si decimos que percibía lo que iba a venir, sin percibir lo que hoy ocurre, diremos que lo percibía esencialmente en cuanto un particular concernido por ello. A sus ademanes de terror les favorece el espléndido ámbito de juego que la catástrofe no conocerá. Pero en la base de su experiencia no había más que la tradición a la que Kafka se entregó; en modo alguno una visión de largo alcance; tampoco el "don de visiones". Kafka estaba a la escucha de la tradición y quien escucha esforzadamente no ve.

Esta escucha es esforzada sobre todo porque hasta quien escucha sólo llega lo menos claro. No hay una doctrina que aprender, ni un saber que pudiera conservarse. Lo que se quiere atrapar al vuelo, no es algo determinado para un oído. He aquí un hecho que caracteriza estrictamente la obra de Kafka por la parte negativa. (Su característica negativa es desde luego más rica en posibilidades que la positiva.) La obra kafkiana expone una enfermedad de la tradición. En ocasiones se ha querido definir la sabiduría como el lado épico de la verdad. Con ello queda la sabiduría caracterizada como un bien tradicional; es entonces la verdad en su consistencia.

Esa consistencia de la verdad es la que se ha perdido. Y Kafka estuvo muy lejos de ser el primero que se vio frente a este hecho. Muchos se habían adaptado a él, ya fuese ateniéndose a la verdad, o a lo que en cada caso tenían por tal, y renunciando a su transmisibilidad con el ánimo grave o ligero. Lo verdaderamente genial en Kafka fue que probó algo nuevo por entero: abandonó la verdad para atenerse a su transmisibilidad, a su elemento hagádico. Las creaciones kafkianas son todas ellas parábolas. Y su miseria y su belleza consisten en que tuvieron que convertirse en algo más que parábolas. No se ponen sin más ni más a los pies de la doctrina, como la hagadah se pone a los pies de la halacha. Una vez que se han sometido, levantan contra ella inadvertidamente una pesada garra.

Por eso Kafka no habla de sabiduría. Sólo le quedan los productos de su ruina. Y estos son dos: el rumor de las cosas verdaderas (una especie de periódico de cuchicheos teológicos en el que se trata de lo desacreditado y obsoleto); el otro producto de esta diástasis es la locura, que si ha malgastado por completo el valor propio de la sabiduría, ha conservado en cambio el garbo y la tranquilidad que por todos lados se le escapa al rumor. La locura es la naturaleza de los preferidos de Kafka, desde Don Quijote, pasando por los empleados, hasta los animales. (Ser animal no significaba para él sino haber renunciado por una especie de pudor a la figura y a la sabiduría humanas. Igual que un caballero distinguido, que se equivoca de bar, renuncia por pudor a limpiar su vaso). Para Kafka era firmemente incuestionable: primero, que alguien para ayudar tiene que ser un loco; segundo, que sólo es verdadera la ayuda de un loco. Sólo que no es seguro que haga efecto en el hombre. Tal vez ayude más bien a los ángeles (confr. el pasaje en que a los ángeles se les encomienda algo que hacer), aunque con los ángeles podría hacerse de otra manera. Por eso, como dice Kafka, hay infinitas existencias de esperanza, sólo que no para nosotros. Esta frase contiene de veras la esperanza kafkiana. Y es la fuente de su radiante alegría.

Te entrego esta imagen recortada peligrosamente en su perspectiva con toda calma. Tú la ilustrarás con los puntos de vista que desde otros aspectos he desarrollado en mi trabajo sobre Kafka en la Jüdische Rundschau, en contra del cual me embarga sobre todo el rasgo fundamentalmente apologético que le es inherente. Para hacer justicia a la figura de Kafka en su pureza y en su belleza peculiares, no se debe perder de vista lo siguiente: que fue un fracasado. Las circunstancias de este fracaso son múltiples. Casi diríamos que cuando estuvo seguro de la frustración definitiva, lo lograba todo de camino como en un sueño. Nada merece mayor consideración que el celo con que Kafka subrayó su fracaso.…

(Escrita a Gerhard Scholem en París a 12 de junio de 1938)

viernes, 7 de octubre de 2011

fragmentos de UNAMUNO y de I.CALVINO-

fragmento de San Manuel Bueno, mártir-Miguel de UNAMUNO

[...]Mi hermano, puesto ya del todo al servicio de la obra de Don Manuel, era su más asiduo colaborador y compañero. Les anudaba, además, el común secreto. Le acompañaba en sus visitas a los enfermos, a las escuelas, y ponía su dinero a disposición del santo varón. Y poco faltó para que no aprendiera a ayudarle a misa. E iba entrando cada vez más en el alma insondable de Don Manuel. -¡Qué hombre! -me decía-. Mira, ayer, paseando a orillas del lago, me dijo: «He aquí mi tentación mayor». Y como yo le interrogase con la mirada, añadió: «Mi pobre padre, que murió de cerca de noventa años, se pasó la vida, según me lo confesó él mismo, torturado por la tentación del suicidio, que le venía no recordaba desde cuándo, de nación, decía, y defendiéndose de ella. Y esa defensa fue su vida. Para no sucumbir a tal tentación extremaba los cuidados por conservar la vida. Me contó escenas terribles. Me parecía como una locura. Y yo la he heredado. ¡Y cómo me llama esa agua que con su aparente quietud -la corriente va por dentro- espeja al cielo! ¡Mi vida, Lázaro, es una especie de suicidio continuo, un combate contra el suicidio, que es igual; pero que vivan ellos, que vivan los nuestros!». Y luego añadió: «Aquí se remansa el río en lago, para luego, bajando a la meseta, precipitarse en cascadas, saltos y torrenteras por las hoces y encañadas, junto a la ciudad, y así se remansa la vida, aquí, en la aldea. Pero la tentación del suicidio es mayor aquí, junto al remanso que espeja de noche las estrellas, que no junto a las cascadas que dan miedo. Mira, Lázaro, he asistido a bien morir a pobres aldeanos, ignorantes, analfabetos que apenas si habían salido de la aldea, y he podido saber de sus labios, y cuando no adivinarlo, la verdadera causa de su enfermedad de muerte, y he podido mirar, allí, a la cabecera de su lecho de muerte, toda la negrura de la sima del tedio de vivir. ¡Mil veces peor que el hambre! Sigamos, pues, Lázaro, suicidándonos en nuestra obra y en nuestro pueblo, y que sueñe este su vida como el lago sueña el cielo».
-Otra vez -me decía también mi hermano-, cuando volvíamos acá, vimos una zagala, una cabrera, que enhiesta sobre un picacho de la falda de la montaña, a la vista del lago, estaba cantando con una voz más fresca que las aguas de este. Don Manuel me detuvo y señalándomela dijo: «Mira, parece como si se hubiera acabado el tiempo, como si esa zagala hubiese estado ahí siempre, y como está, y cantando como está, y como si hubiera de seguir estando así siempre, como estuvo cuando empezó mi conciencia, como estará cuando se me acabe. Esa zagala forma parte, con las rocas, las nubes, los árboles, las aguas, de la naturaleza y no de la historia». ¡Cómo siente, cómo anima Don Manuel a la naturaleza! Nunca olvidaré el día de la nevada en que me dijo: «¿Has visto, Lázaro, misterio mayor que el de la nieve cayendo en el lago y muriendo en él mientras cubre con su toca a la montaña?».
[...]


fragmento final de El pecho desnudo-cuento de Italo CALVINO-

[...]Gira y vuelve sobre sus pasos. Ahora, al desliza su mirada por la playa con objetividad imparcial, hace de modo que, apenas el pecho de la mujer entra en su campo visual, se note una discontinuidad, una desviación, casi un brinco. La mirada avanza hasta rozar la piel tensa, se retrae, como apreciando con un leve sobresalto la diversa consistencia de la visión y el valor especial que adquiere, y por un momento se mantiene en mitad del aire, describiendo una curva que acompaña el relieve de los senos desde cierta distancia, elusiva, pero también protectora, para reanudar después su curso como si no hubiera pasado nada. Creo que así mi posición resulta bastante clara -piensa Palomar-, sin malentendidos posibles. ¿Pero este sobrevolar de la mirada no podría al fin de cuentas entenderse como una actitud de superioridad, una depreciación de lo que los senos son y significan, un ponerlos en cierto modo aparte, al margen o entre paréntesis? Resulta que ahora vuelvo a relegar los senos a la penumbra donde los han mantenido siglos de pudibundez sexomaníaca y de concupiscencia como pecado...

Tal interpretación va contra las mejores intenciones de Palomar que, pese a pertenecer a la generación madura para la cual la desnudez del pecho femenino iba asociada a la idea de intimidad amorosa, acoge sin embargo favorablemente este cambio en las costumbres, sea por lo que ello significa como reflejo de una mentalidad más abierta de la sociedad, sea porque esa visión en particular le resulta agradable. Este estímulo desinteresado es lo que desearía llegar a expresar con su mirada. Da media vuelta. Con paso resuelto avanza una vez más hacia la mujer tendida al sol. Ahora su mirada, rozando volublemente el paisaje, se detendrá en los senos con cuidado especial, pero se apresurará a integrarlos en un impulso de benevolencia y de gratitud por todo, por el sol y el cielo, por los pinos encorvados y la duna y la arena y los escollos y las nubes y las algas, por el cosmos que gira en torno a esas cúspides nimbadas. Esto tendría que bastar para tranquilizar definitivamente a la bañista solitaria y para despejar el terreno de inferencias desviantes. Pero apenas vuelve a acercarse, ella se incorpora de golpe, se cubre, resopla, se aleja encogiéndose de hombros con fastidio como si huyese de la insistencia molesta de un sátiro. El peso muerto de una tradición de prejuicios impide apreciar en su justo mérito la intenciones más esclarecidas, concluye amargamente Palomar.



Jacopo Robusti, el Tintoretto, Dama descubre su pecho,1570
Museo del Prado

de Conversaciones íntimas-Ingmar BERGMAN

Suelta la manija y se aleja. Ella le oye revolver por la galería, arrastrar una silla, sentarse, encender la pipa.
Todo eso lo oye de pie, inmóvil, en mitad de la alfombra de trapo de rayas negras y azules.
Se suele hablar de "momentos decisivos". Los dramaturgos, sobre todo, se aprovechan mucho de esta ficción. La verdad es que probablemente esos instantees apenas existen, sólo lo parecen. "Momentos decisivos" y "decisiones fatales"..., suena verosímil. Pero si uno se fija, el instante no es en absoluto decisivo: durante largo tiiempo sentimientos y pensamientos han conducido, consciente o inconscientemente, hacia el mismo sitio. La eclosión, el momento crucial mismo, es un hecho que está muy dentro del pasado, muy dentro de las tinieblas.
Anna se pone en movimiento. Sumida en su negra sombra, su cólera y su ahogo, está irremediablemente a punto de cambiar la vida de muchas personas. En este instante de colapso de la realidad real se vislumbra un asomo de enigmático deseo en las afueras de su conciencia: Ahora que se hunda el mundo. Así seré aniquilada. Así se acabará por fin todo. Abre su puerta, cruza el comedor, de paso coge el quinqué del aparador y, una vez en el porche, lo coloca con cuidado en la mesa redonda de mimbre que está junto a la pared más corta. Da más luz. Ahora pueden verse las caras Henrik y ella. Henrik trata de disculparse:[...]
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de Conversaciones íntimas- Ingmar Bergman
trad. Marina Torres, para Tusquets editores, 1998
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En el libro no hay diferencias de color en los párrafos.
Es una licencia de la transcriptora, el color.