plano de la casa de Samsa,

plano de la casa de Gregor Samsa, por Nabokov

jueves, 30 de septiembre de 2010

Némesis concisa-C.Blázquez

como si tus pies fueran antípodas
vuelo concedes -mérito de la materia-
al punto de equilibrio

aunque la pides
no necesitas más luz
es suficiente el sonido
de los cascos de los caballos

Némesis concisa en suelo firme
no cesa en sus muertos
no cesa de cebarse con los muertos

y al viento hace pensar
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C.Blázquez de Rigurosa la lágrima

miércoles, 29 de septiembre de 2010

poema del mensajero-C.Blázquez

Abrí la puerta al mensajero
y con una sonrisa le animé a entrar
:
-Yo te llamé casi desde la cuna te llamé
mas no sé quién te envía


-Me envía tu seda rota
colgada en la cabaña de los sueños

que adecúan la infancia a posteriores soportes:
hay un desasosiego de hilos
laberinto yacente como escudo arrumbado
que guarnece baldosas casi bello

y el espejo devuelve
la turbidez de enjambre de tus ojos:

resiste a su mirada

un osezno retoza en el Círculo Polar

mientras enumera las estrellas
sin preguntarse quién las puso ahí
donde relucen
como un sinfín de moscas congeladas

y la saeta que desconoce el arco:
habrás de ser diana en desafío

Vengo de la profecía que soñaste sobre la Piedra Verde
de los galopes renacidos en el sigilo polvo
eres voz tambor estampida de búfalos
eres pradera

Voy hacia la hondonada de tu nuca-piedra
desgastada por mil dedos peregrinos
para que torne en vela tendida para el Aliento

Me envían los contrastes recopilados
que clavaste en las hierbas
y el látigo claro de su latido
aire motor de génesis que invade
tu cuerpo en zambullida

Vengo de la basura de tu carne y de tu molde cuerpo
que un millón de vísperas corrompe
sin aplastar la víbora
Y del Zodíaco mermado eres el escorpión para tu piedracuerpo

Voy hacia los módulos que sustituyen la Odisea del amor
para que caiga iluminada tu lágrima

Me envía el último naipe de un castillo
quiere subir contigo a la torre más alta

Y la Luna tal como la imaginas
borrará
las rutas genitales de los sueños


Salí con él. Cerré tras de mí la puerta de la jaula
...........................................................................
este poema fue escrito antes de mi encuentro con Simone WEIL,
y dedicado después a ella y a su "El conocimiento Sobrenatural"
C. Blázquez, de Palabra Trigémina, publicado en este blog
el 30 de abril 2008

domingo, 26 de septiembre de 2010

al parecer-C.Blázquez

"parece una de nosotras", dijo para sí la joven oveja cuando al llegar el invierno, el buen pastor se abrigaba con una gran zamarra que apenas le dejaba al descubierto los brazos y parte de las piernas. "No tiene miedo del lobo este pastor", y en paz siguió paciendo, al parecer, la oveja.
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C.Blázquez -de Líticas autointuiciones

de Antonio Machado-Sevilla, 26 de julio de 1875 - Collioure, Francia, 22 de febrero de 1939)

a Xavier Valcarce


...En el intermedio de la primavera


Valcarce, dulce amigo, si tuviera
la voz que tuve antaño, cantaría
el intermedio de tu primavera
-porque aprendiz he sido de ruiseñor un día-,
y el rumor de tu huerto-entre las flores
el agua oculta corre, pasa y suena
por acequias, regatos y atanores—,
y el inquieto bullir de tu colmena,
y esa doliente juventud que tiene
ardores de faunalías,
y que pisando viene
la huella a mis sandalias.

Mas hoy... ¿Será porque el enigma grave
me tentó en la desierta galería,
y abrí con una diminuta llave
el ventanal del fondo que da a la mar sombría?
¿Será porque se ha ido
quien asentó mis pasos en la tierra,
y en este nuevo ejido
sin rubia mies, la soledad me aterra?

No sé, Valcarce, mas cantar no puedo:
se ha dormido la voz en mi garganta,
y tiene el corazón un salmo quedo.
Ya sólo reza el corazón, no canta.

Mas hoy, Valcarce, como un fraile viejo
puedo hacer confesión, que es dar consejo.

En este día claro, en que descansa
tu carne de quimeras y amoríos
-así en amplio silencio se remansa
el agua bullidora de los ríos-,
no guardes en tu cofre la galana
veste dominical, el limpio traje,
para llenar de lágrimas mañana
la mustia seda y el marchito encaje,
sino viste, Valcarce, dulce amigo,
gala de fiesta para andar contigo.

Y cíñete la espada rutilante,
y lleva tu armadura,
el peto de diamante
debajo de la blanca vestidura.

¡Quién sabe! Acaso tu domingo
sea la jornada guerrera y laboriosa,
el día del Señor que no reposa,
el claro día en que el Señor pelea.

jueves, 23 de septiembre de 2010

23 de setiembre 1912-Diarios de Franz KAFKA

23 de setiembre de 1912
Esta narración, La condena, la he escrito de un tirón, durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana. Apenas si podía sacar las piernas de debajo de la mesa, entumecidas por haber permanecido sentado tanto tiempo. La tensión y la alegría terribles con que la historia se iba desplegando ante mí, y cómo me iba abriendo paso entre las aguas. Varias veces, durante esta noche, todo mi peso se concentró en la espalda. Cómo todas las cosas pueden decirse, cómo para todas, para las más extrañas ocurrencias, hay preparado un gran fuego en el que se consumen y renacen. Cómo la ventana se volvió azul. Pasó un carruaje. Dos hombres cruzaron el puente. A las dos, miré el reloj por última vez. Cuando la criada recorrió por primera vez la antesala, yo escribía la última frase. Acción de apagar la lámpara y luz diurna. Leves dolores cardíacos. El cansancio que desaparece a la mitad de la noche. La entrada temblorosa de las hermanas en el aposento. Lectura en voz alta. Previamente, el acto de estirar los miembros ante la criada y decir: "He estado escribiendo hasta ahora". El aspecto de la cama intacta, como si acabaran de introducirla. La confirmada convcción de que, con mi novela, me encuentro en las vergonzosas depresiones que tiene el arte de escribir. Sólo así se puede escribir, sólo con esa cohesión, con esa apertura total de cuerpo y alma. Mañana pasada en la cama. Los ojos siempre claros. Mientras escribía, acarreo de muchos sentimientos, por ejemplo, la alegría de que voy a tener algo hermoso para la Arcadia de Max; naturalmente, recordé a Freud en un pasaje; en otro, Arnold Beer; en otro a Wassermann; en otro, La giganta, de Werfel; también, por supuesto, mi narración El mundo urbano.
Gustav Blenkelt fue un hombre sencillo, de hábitos regulares. No le gustaban los lujos innecesarios y tenía formado un juicio seguro sobre las gentes aficionadas a tales lujos. Aunque era soltero, se sentía con pleno derecho a pronunciar una palabra decisiva en los asuntos matrimoniales de sus conocidos, y si alguno se hubiese simplemente atrevido a poner en duda este derecho, habría sido muy mal visto por él. Solía exponer sus opiniones rotundamente y sin rodeos, y no retenía en modo alguno a los oyentes a quienes su opinión no sentaba bien. Había, como en todas partes, gente que le admiraba, que le aprobaba, gente que le toleraba y finalmente, los que no querían saber nada de él. Cualquier persona, aun la más insignificante, constituye, si uno lo mira objetivamente, el centro de un círculo que se forma aquí y allá. ¿Cómo podía suceder de otro modo en el caso de Gustav Blenkelt, que era en el fondo un hombre especialmente sociable?
Al cumplir los treinta y cinco, el último año de su vida, frecuentaba con asiduidad un joven matrimonio llamado Strong. Era indudable que para el señor Strong, que había abierto una tienda de muebles con el dinero de su mujer, el trato con Blenkelt ofrecía diversas ventajas, puesto que la mayor parte de los conocidos de éste eran gente joven, casadera, que más pronto o más tarde tendrían que pensar en instalar un nuevo mobiliario, y que por simple costumbre, tampoco en este aspecto desatendían por lo general los consjeos de Blenkelt. "Los sujeto con las riendas firmes", solía decir Blenkelt.

tomado de Diarios de Franz KAFKA, trad. Feliu Formosa-Tusquets editores

martes, 21 de septiembre de 2010

Josefina la cantora o el pueblo de los ratones-1924-Franz KAFKA//Tristan MURAIL

Nuestra cantora se llama Josefina. Quien no la ha oído, no conoce el poder del canto. No hay nadie a quien su canto no arrebate, prueba de su valor, ya que en general nuestra raza no aprecia la música. La quietud es nuestra música preferida; nuestra vida es dura, y aunque intentáramos olvidar las preocupaciones cotidianas no podríamos nunca elevarnos a cosas tan alejadas de nuestra vida habitual como la música. Pero no nos quejamos demasiado; ni siquiera nos quejamos: consideramos que nuestra máxima virtud es cierta astucia práctica, que en verdad nos es sumamente indispensable, y con esa sonriente astucia solemos consolarnos de todo, aun cuando alguna vez sintiéramos –lo que no ocurre nunca- la nostalgia de la felicidad que tal vez la música produce. Sólo Josefina es una excepción; le gusta la música, y además sabe comunicarla; es la única; con su desaparición desaparecerá también la música- quién sabe hasta cuando- de nuestras vidas.

Muchas veces me he preguntado qué ocurre realmente con esa música. Somos totalmente amusicales; ¿cómo comprendemos entonces el canto de Josefina, o más bien, comprendemos entonces el canto de Josefina, o más bien, ya que Josefina niega nuestra compresión, creemos comprenderlo? La respuesta más simple sería que la belleza de dicho canto es tan grande que ni el espíritu más obtuso puede resistirla; pero esa respuesta es insatisfactoria. Si así fuera realmente, al oír ese canto deberíamos experimentar, ante todo y en todos los casos, la sensación de lo extraordinario, la sensación de que en esa garganta resuena algo que no hemos oído nunca, y que tampoco somos capaces de oír, y que tal vez Josefina y sólo ella nos capacita para oír. En realidad, no es ésta mi opinión, no siento eso y no he notado que los demás lo sintieran. En círculos íntimos, no titubeamos en confesarnos que, como canto, el canto de Josefina no es nada extraordinario.

Par empezar, ¿es canto? A pesar de nuestra amusicalidad, poseemos tradiciones de canto; en la antigüedad, el canto existió entre nosotros; las leyendas lo mencionan, y hasta se conservan canciones, que desde luego ya nadie puede cantar. Por lo tanto, tenemos cierta idea de lo que ees el canto, y es evidente que el canto de Josefina no corresponde a esa idea ¿Es entonces canto? ¿No será quizás un mero chillido? Todos sabemos que el chillido es la aptitud artística de nuestro pueblo, o mejor que una aptitud, una característica expresiva vital. Todos chillamos, pero a nadie se le ocurre que chillar sea un arte, chillamos sin darle importancia, hasta sin darnos cuenta, y muchos de nosotros ni siquiera saben que chillar es una de nuestras características. Por lo tanto, si fuera cierto que Josefina no canta, sino chilla, y que tal vez, como creo yo por lo menos, su chillido no sobrepasa los limites de un chillido común –hasta es posible que sus fuerzas ni si quiera alcancen par un chillido común, cuando un mero trabajador de la tierra puede chillar todo el día, mientras trabaja, sin cansarse-; si todo esto fuera cierto, entonces quedaría inmediatamente refutadas la pretensiones artísticas de Josefina, peor todavía faltaría resolver el enigma de su inmenso efecto.

Porque después de todo, lo que ella emite es un simple chillido. Si uno se coloca bien lejos y la escucha, o todavía mejor, si para poner a prueba su discernimiento trata de reconocer la voz de Josefina cuando ésta canta en medio de otras voces, sólo distingue, sin lugar a dudas, un vulgar chillido, que en el mejor de los casos apenas se diferencia por su delicadez o su debilidad. Y sin embargo, si no está ante ella, ya no oye un simple chillido; para comprender su arte es necesario no sólo oírla, sino también verla. Aun cuando sólo fuera nuestro chillido cotidiano, nos encontramos ante todo con la peculiaridad de alguien que se prepara solemnemente para ejecutar un acto cotidiano. Cascar una nuez no es realmente un arte, y en consecuencia nadie se atrevería a congregar a un auditorio para entretenerlo entonces ya no se trata meramente de cascar nueces. O tal vez se trate meramente de cascar nueces, pero entonces descubrimos que nos hemos despreocupado totalmente de dicho arte porque lo dominábamos demasiado, y este nuevo cascador de nueces nos muestra por primera vez la esencia real del arte, al punto que podría convenirle, para un mayor efecto, ser un poco menos hábil en cascar nueces que la mayoría de nosotros.

Tal vez acontece lo mismo con el canto de Josefina; admiramos en ella lo que no admiramos en nosotros; por otra parte, ella está en ese sentido totalmente de acuerdo con nosotros. Yo me encontraba presente una vez que alguien, como a menudo ocurre, se refirió al chillido popular, tan difundido, y en verdad se refirió muy tímidamente, pero para Josefina era más que suficiente. No he visto nunca una sonrisa tan sarcástica y arrogante como la suya en ese momento; ella, que es la personificación de la perfecta delicadeza, y hasta se destaca por su delicadeza entre nuestro pueblo, tan rico en finos tipos femeninos, llegó a parecer en ese instante francamente vulgar; pero su gran sensibilidad la permitió darse cuenta, y se dominó. De todos modos, niega toda relación entre su arte y el chillido. Sólo siente desprecio hacia los que son de opinión contraria, y probablemente odio inconfesado. Esto no es simple vanidad, porque dichos opositores, entre los que en cierto modo me cuento, no la admiran seguramente menos que la multitud, pero Josefina no se conforma con la mera admiración, quiere ser admirada exactamente de la manera que ella prescribe; la simple admiración no le importa. Y cuando uno está frente a ella, la comprende; la oposición sólo es posible desde lejos; cuando uno está frente a ella, sabe: lo que chilla no son chillidos.

Como chillar es uno de nuestros hábitos inconscientes, podría suponerse que también en el auditorio de Josefina se oyen chillidos; nos encanta su arte, y cuando estamos encantados, chillamos; pero su auditorio no chilla, guarda un silencio de ratón; como si nos volviéramos partícipes de la anhelada calma, de la que nuestro chillar nos apartaría, callamos ¿No extasía su canto, o no será más bien el solemne silencio que envuelve su débil vocecita? Sucedió una vez que una tonta criatura comenzó también a chillar, con toda inocencia, mientras Josefina cantaba. Ahora bien, era exactamente lo mismo que Josefina nos hacía oír; frente a nosotros, su chillidos cada vez más débiles, a pesar de todos los ensayos, y en medio del público, el chillido infantil e involuntario; hubiera sido imposible señalar una diferencia; y sin embargo silbamos y siseamos inmediatamente a la intrusa, aunque en realidad era totalmente innecesario, porque ésta se habría retirado de todos modos arrastrándose de terror y vergüenza, mientras Josefina lanzaba su chillidos triunfal y en un completo éxtasis extendía los brazos y estiraba el cuello hasta más no poder.

Por otra parte, siempre ocurre así, cualquier pequeñez, cualquier contingencia, cualquier contrariedad, un crujido del suelo, un rechinar de dientes, un defecto de la iluminación le sirve de pretexto par realzar el efecto de su canto; cree cantar sin embargo ante oídos sordos; aprobación y aplauso no le faltan, pero sí verdadera compresión, según ella, y hace tiempo que se resignó a la incomprensión. Por eso le agradaban tanto las interrupciones; cualquier circunstancia exterior que se oponga a la pureza de su canto, que pueda ser vencida con poco esfuerzo, o hasta sin esfuerzo, simplemente afrontarla, puede contribuir a despertar a la multitud, y a enseñarle, si no la comprensión, por lo menos un supersticioso respeto.

Si así le sirven las pequeñeces ¡cuánto más las grandes contingencias! Nuestra vida es muy inquieta, cada día nos trae nuevas sorpresas, temores, esperanzas y sustos, que el individuo aislado no podría soportar si no contara día y noche, siempre, con el apoyo de sus camaradas; pero aun así sería bastante difícil; muchas veces miles de espaldas tambalean bajo una carga destinada a uno solo. Entonces Josefina considera que ha llegado su hora. Se yergue, delicada criatura; su pecho vibra angustiosamente, como si hubiera concentrado todas sus fuerzas en el canto, como si se hubiera despojado de todo lo que en ella no es directamente necesario al canto, toda fuerza, toda manifestación de vida casi, como si se hubiera desnudado, abandonado, entregado totalmente a la protección de los ángeles guardianes, como si en su total arrobamiento en la música un solo hálito frío pudiera matarla. Pero Justamente cuando así aparece los que nos decimos oponentes solemos comentar:

-Ni siquiera puede chillar; tiene que esforzarse tan horriblemente no para cantar ( no hablemos de cantar), sino para obtener algo vagamente parecido al chillido habitual del país.

Así comentamos, pero esta impresión, como he dicho inevitablemente, es sin embargo fugaz, y rápidamente desaparece. Pronto, también nosotros nos sumergimos en el sentimiento de la multitud, que en cálida proximidad escucha, conteniendo el aliento.

Y para reunir en torno a ella esta multitud de gente de nuestro pueblo, un pueblo casi siempre en movimiento, que corre de un lado para otro por motivos no siempre muy claros, le basta a Josefina generalmente echar la cabecita hacia atrás, entreabrir la boca, volver los ojos hacia lo alto, y adoptar en general la posición que anuncia su intención de cantar. Puede hacer esto donde se le ocurra, no hace falta que sea un lugar visible desde lejos, cualquier rincón escondido y escogido al azar según el capricho del instante, le sirve. La noticia de que va a cantar se difunde inmediatamente, y pronto acuden enteras procesiones. Claro que a veces surge inconvenientes, porque Josefina canta preferentemente en tiempos de agitación; múltiples preocupaciones y peligros nos obligan a seguir caminos divergentes, a pesar de la mejor voluntad no podemos reunirnos tan rápidamente como josefina desearía, y se ve obligada a esperar cierto tiempo suficiente; entonces se pone francamente furiosa, patalea, maldice de manera muy poco virginal; hasta llega a morder. Pero ni siquiera semejante conducta perjudica su reputación; en vez de contener sus exageradas pretensiones, todos se refuerzan por satisfacerlas; se envían mensajeros para convocar más público; se le oculta esta circunstancia; por todos los caminos de los alrededores se ven centinelas apostados, que hace señales a los concurrentes para que se apresure; esto continúa hasta reunir un auditorio tolerable.

¿Qué impulsa a la gente a molestarse tanto por Josefina? Problema tan difícil de resolver como el del canto de Josefina, y estrechamente relacionado con él. Se podría suprimirlo, e incluirlo totalmente en el segundo problema mencionado, si fuera posible asegurar que en consideración a su canto la gente es incondicionalmente adicta a Josefina. Pero no es éste el caso; nuestro pueblo desconoce casi la adhesión incondicional; nuestro pueblo, que ama sobre toda la astucia inocua, el susurro infantil y la charla inocente y superficial, ese pueblo no puede en ningún caso entregarse incondicionalmente, y Josefina lo sabe muy bien, y justamente contra eso combate con todo el vigor de su débil garganta.

Por supuesto, no debemos exagerar las consecuencias de estas consideraciones tan generales; el pueblo es adicto a Josefina, pero no lo es incondicionalmente. Por ejemplo, no sería capaces de reírse de ella. Llega a admitir que muchos aspectos de Josefina son risibles; y la risa es de por sí una de nuestras características constantes; a pesar de todas las miserias de nuestra existencia, la risa moderada es en cierto modo nuestra habitual compañera; pero de Josefina no nos reímos. A menudo tengo la impresión de que el pueblo concibe su relación con Josefina como si este ser frágil, indefenso, y en cierto modo notable ( según ella notable por su poder lírico), le estuviera confiado, y él debiera cuidar de ella; el motivo no es claro para nadie; pero el hecho parece indiscutible. Pero nadie se ríe de lo que le han confiado: reírse sería faltar al deber; la máxima malicia de que a veces son capaces los maliciosos al hablar de Josefina es ésta: «La risa no se acaba cuando vemos a Josefina ».

Así cuida el pueblo de Josefina, como el padre cuida a la criatura que le tiene su manecita, no se sabe bien si para pedir o para exigir. Podría creerse que nuestro pueblo no es capaz de desempeñar esas funciones paternales, pero en realidad, y por lo menos en este caso, las desempeña admirablemente; ningún individuo aislado podría hacer lo que hace en este sentido la totalidad del pueblo. Desde luego, la diferencia de fuerza entre el pueblo y el individuo es tan extraordinaria, que basta que atraiga al protegido al calor de su proximidad, para que éste esté suficientemente protegido. Pero nadie se atreve a hablar de estos temas con Josefina. «Me burlo de vuestra protección», dice en esos casos. Sí, í, búrlate, pensamos. Y en realidad, su rebelión y gratitud son infantiles, y el deber de un padre es pasarlas por alto.

Pero hay algo en las relaciones entre el pueblo y Josefina que es más difícil de explicar todavía. Y es esto. Josefina no sólo no cree que el pueblo la protege, cree que es ella quien protege al pueblo. Piensa que su canto nos salva en las crisis políticas o económicas, nada menos, y cuando no aleja la desgracia, por lo menos nos inspira fuerza para soportarla. Ella no lo dice, ni explícitamente ni implícitamente, porque en verdad que habla poco, se calla entre los charlatanes, pero lo dicen los destellos de sus ojos, y lo proclama su boca cerrada ( en nuestro pueblo, pocos pueden tener la boca cerrada; ella puede).

A cada mala noticia —y hay días en que las malas noticias abundan, incluyendo las falsas y semiverdaderas — ella se yergue, porque generalmente está tendida de abarcar con la mirada a su rebaño, como el pastor ante la tormenta. Se sabe que también los niños suelen aducir pretensiones análogas, en su irreprimible e impetuosa puerilidad, pero en Josefina no son tan infundadas como en ellos. Es verdad que no nos salva, ni nos infunde de ninguna fuerza especial; es fácil adoptar el papel de salvador de nuestro pueblo, habituado al sufrimiento, temerario, de rápidas decisiones, conocedor del rostro de la muerte, sólo aparentemente tímido en esa atmósfera de audacia que sin cesar lo rodea, y además tan fecundo como arriesgado; es fácil, digo, considerarse a posterori el salvador de este pueblo que siempre ha sabido de algún modo salvarse a sí mismo, aun a costa de sacrificios que estremecen de espanto al historiador (aunque en general descuidamos por completo el estudio de la historia). Y sin embargo también es verdad que en las situaciones angustiosas escuchamos mejor que en otras ocasiones la voz de Josefina. Las amenazas suspendidas sobre nosotros nos vuelven más silenciosos, más humildes, más dóciles a la dominación de Josefina; con gusto nos reunimos, con gusto nos apiñamos, especialmente porque la ocasión tiene tan poco que ver con nuestra torturante preocupación; es como si bebiéramos apresuradamente —sí, hay que darse prisa, demasiado a menudo Josefina se olvida de esta circunstancia— una copa común de paz antes de batalla. Es menos un concierto de canto que una asamblea popular, y en verdad, una asamblea donde exceptuando el débil chillido de Josefina impera un absoluto silencio; la hora es demasiado seria para desperdiciar en charlas.

Una relación de este tipo, naturalmente, no satisface a Josefina. A pesar de su inquietud y su nerviosidad, consecuencias de lo indefinido de su posición, hay muchas cosas que no ve, cegada por sus engreimientos, y sin mayor esfuerzo puede conseguirse que pase por alto muchas otras; un enjambre de aduladores se ocupa constantemente de esto, rindiendo un verdadero servicio público; pero cantar en un rincón de una asamblea popular, inadvertida, secundaria, aunque en sí sería deshonroso, ella no lo consentiría jamás, y preferiría negarnos el don de su canto.

Pero esto no es necesario, porque su arte no pasa inadvertido. Aunque en el fondo estamos preocupados por cosas muy diferentes, y el silencio reina no sólo porque ella canta, y muchos ni siquiera miran, y prefieren hundir el rostro en la piel del vecino, y Josefina parece por lo tanto esforzarse inútilmente en su escenario, hay algo sin embargo en su canto —y esto no puede negarse— que nos conmueve. Esos chillidos que lanza mientras todos están entregados al silencio, nos llegan como un mensaje del pueblo entre a cada uno de nosotros; el tenue chillido de Josefina en medio de esos momentos de graves decisiones es casi como la miserable existencia de nuestro pueblo en medio del tumulto del mundo hostil. Josefina es impone, con su nada de voz, con su nada de técnica se impone y nos llega al alma; nos hace bien pensar en eso. En esos momentos, no soportaríamos a una verdadera artista del canto, suponiendo que hubiera alguna entre nosotros, y unánimemente nos alejaríamos de la insensatez de semejante concierto. Que Josefina no descubra jamás que la escuchamos justamente porque no es un gran cantante. Algún presentimiento de esto ha de tener, porque si no ¿con qué motivo negaría tan apasionadamente que la escuchamos?; pero igual sigue cantando, tratando de alejar a chillidos ese presentimiento.

Pero hay otras cosas que podrían consolarla; a pesar de todo, es probable que la escuchemos del mismo modo que se escucha a una artista del canto; provocando emociones que una artista famosa trataría en vano de provocar entre nosotros, y que sólo son posibles justamente por la pobreza de sus medios. Esto se relaciona sobre todo con nuestro modo de vivir.

Nuestro pueblo desconoce la juventud, apenas conoce una mínima infancia. Es cierto que regularmente aparecen proyectos en los que se otorga a los niños una libertad especia, una protección especial; en los que su derecho a cierta negligencia, a cierto espíritu inconsciente de travesura, a un poco de diversión, es reconocido, y se fomenta su ejercicio; en cuanto se presentan esos proyectos, todos los aprueban, nada aprobarían con más agrado, pero tampoco hay nada que la realidad de nuestra vida permita menos cumplir; se aprueban los proyectos, se intenta su aplicación, pero pronto todo vuelve a ser lo que era antes. Nuestra vida es tal, que un niño apenas puede correr un poco y distinguir otro tanto del mundo que le rodea, ya debe ganarse la vida como un adulto; las zonas en que por razones económicas debemos vivir dispersos son demasiados extensas, nuestros enemigos son demasiados, los peligros que nos acechan por todos lados, incalculables; no podemos aleja a los niños de la lucha por la existencia, hacerlo significaría para ellos una muerte prematura. A estas melancólicas consideraciones se agrega otra que no es nada melancólica: la fecundidad de nuestra raza. Una generación —y cada una es más numerosa aún que la anterior— es inmediatamente desplazada por la siguiente; los niños no tiene tiempo de ser niños. Otros pueblos pueden criar cuidadosamente a sus niños, pueden edificar escuelas para esos niños, y de esas escuelas surgen diariamente torrentes de niños, el futuro de la raza, pero durante mucho tiempo de niños, el futuro de la raza, pero durante mucho tiempo esos niños que día tras día salen de las escuelas son los mismos. Nosotros no tenemos escuelas, pero de nuestro pueblo surgen a brevísimos intervalos innumerables multitudes de niños, alegremente balbuceando o meando, porque todavía no saben chillar, rodando o gateando impulsados por el ímpetu general, porque todavía no saben correr, llevándose torpemente todo por delante, porque todavía no pueden ver, ¡nuestros niños! Y no como los niños, ya no es más niño, porque se apiñan detrás de él los nuevos rostros de niños, imposibles de diferenciar a causa de su cantidad y su premura, rosados de felicidad. Verdaderamente, por más hermosa que sea esa abundancia, y por más que nos la envidien los demás, con razón, no podemos de ningún modo proporcionar a nuestros niños una verdadera infancia. Y esto trae consecuencias. Una especie de inagotable e inarraigable infancia caracteriza a nuestro pueblo; en oposición directa con lo mejor que tenemos, nuestro infalible sentido común, nos conducimos muchas veces de la manera más insensata, y justamente con la misma insensatez de los niños, localmente, pródigamente, grandiosamente, frívolamente, y todo por el placer de alguna diversión trivial. Y aunque nuestra alegría naturalmente ya no puede alcanzar la intensidad de la alegría infantil, algo de ésta sin duda sobrevine. Y también Josefina ha sabido aprovechar desde el primer momento esta puerilidad de nuestro pueblo.

Pero nuestro pueblo no sólo es pueril, en cierto sentido también es prematuramente senil, la niñez y la vejez no son en nosotros como en los demás. No tenemos juventud, somos inmediatamente adultos, y luego somos adultos demasiado tiempo, y cierto cansancio y cierta desesperanza originados por esa circunstancia nos marca con señales visibles, a pesar de la resistencia y la capacidad de esperanza que nos caracterizan. Esto también se relaciona seguramente con nuestra amusicalidad, somos demasiado viejos para la música, sus emociones, sus éxtasis no concuerdan con nuestra pesadez; cansados, la desdeñamos; nos conformamos con nuestro chillido; un chillido de vez en cuando nos basta. Quien sabe si no habrá carácter de nuestras gentes los anularía antes de que comenzaran a desarrollarse. En cambio, Josefina puede llamarlo, no nos molesta, nos cae bien, podemos soportarlo perfectamente; si alguna traza de música hay en su canto, está reducida a su mínima expresión; así conservamos cierta tradición musical, sin molestarnos en lo más mínimo.

Pero Josefina representa algo más para este pueblo tan definido. En sus conciertos, sobre todo durante las épocas difíciles, sólo los que son muy jóvenes se interesan por la cantante como tal, sólo ellos la miran con asombro, miran cómo echa hacia afuera los labios, cómo expele el aire entre sus bonitos dientes delanteros, y cómo desfallece de pura admiración ante los sonidos que ella misma emite, y aprovecha esos desfallecimientos para elevarse hacia nuevas y cada vez más increíbles perfecciones; pero la verdadera masa del pueblo —es fácil advertirlo— se recoge en los propios pensamientos. Aquí, en los breves intervalos entre las luchas, el pueblo sueña; como si los miembros de cada individuo se distendieran, como si por una vez el sufriente pudiera tenderse y reposar en el vasto y cálido lecho del pueblo. Y en medio de esos sueños resuena intermitente el chillido de Josefina; ella lo llama canto perlado, nosotros tartamudeo; pero de todos modos, éste es su lugar apropiado, más que en cualquier otra parte; casi nunca encontrará la música momento más adecuado. Algo hay allí de nuestra pobre y breve infancia, algo de una dicha perdida que no puede volver a encontrarse, pero también algo de nuestra vida activa cotidiana, de sus pequeñas alegrías, incomprensibles y sin embargo incontenibles e imposibles de obliterar. Y todo esto expresado no mediante sonidos rotundos, sino suaves, murmurantes, confidenciales, a veces un poco roncos. Naturalmente, son chillidos ¿Por qué no? El chillido es el habla de nuestro pueblo, sólo que muchos chillan toda la vida y no lo saben, pero aquí el chillido se libera de los grilletes de la vida cotidiana y al mismo tiempo nos libera a nosotros, durante un breve instante. Juro que no quisiéramos faltar a estos conciertos.

Pero de aquí a la pretensión de Josefina, que de ese modo nos infunde nuevas fuerzas y etcétera y etcétera, hay un buen trecho. Por lo menos para las personas normales, no para sus aduladores.

¿Cómo podría ser de otro modo?—dicen con la más descarada arrogancia—, ¿cómo se podría explicar si no esas enormes concurrencias, especialmente en momentos de peligro directo e inminente, que muchas veces hasta han llegado a entorpecer las medidas requeridas para alejar a tiempo dicho peligro?

Ahora bien, esto último es lamentablemente cierto, pero no debería contarse como uno de los títulos de honor de Josefina, especialmente si se considera que cuando el enemigo sorprendía y diseminaba dichas asambleas, y muchos de los nuestros perdían la vida, Josefina, la culpable de todo, sí, que tal vez había atraído al enemigo con sus chillidos, siempre aparecía escondida en el rincón más seguro, y era siempre la primera en escapar silenciosa y velozmente, protegida por su escolta. Sin embargo, en el fondo, todos lo saben, y no obstante acuden apresuradamente dónde y cuándo se le ocurre a Josefina volver a cantar. De aquí se podría deducir que Josefina está prácticamente más allá de la ley, que puede hacer todo lo que se le ocurre, aun cuando entrañe un peligro para la comunidad, y que todo se le perdona. Si así fuera, las pretensiones de Josefina serían entonces perfectamente comprensibles, si, en esa libertad que el pueblo le permite, en esa exención que a nadie más se concede y que va esencialmente contra la ley, uno podría ver un reconocimiento de la incomprensión que Josefina aduce, como si la gente se maravillara impotente ante su arte, no se sintiera digna de él, y tratara de compensar la tristeza que dicha incomprensión provoca en Josefina mediante un sacrificio verdaderamente desesperado , y decidiera que así como el arte de ella está más allá de su entendimiento, así también su persona y sus deseos están más allá de su jurisdicción. Ahora bien, esto es absolutamente falso; tal vez el pueblo, individualmente, se rinde demasiado pronto ante Josefina, pero en conjunto, así como no se rinde incondicionalmente ante nadie, tampoco se rinde ante Josefina.

Desde hace mucho tiempo, tal vez desde el comienzo de su carrera artística, Josefina lucha por obtener la exención de todo trabajo, en consideración a su canto; se le evitarían así las preocupaciones relativas al pan cotidiano, y todo lo que nuestra lucha por la existencia implica, para transferirlo —aparentemente— a la comunidad. Un fácil entusiasta —y alguno hubo entre nosotros— podría meramente deducir de lo insólito de esta petición, y de la actitud espiritual que semejante petición implica, la íntima justicia de la misma. Pero nuestro pueblo deduce otras conclusiones, y declina tranquilamente la exigencia. Ni tampoco se preocupa demasiado por refutar sus implicaciones básicas. Josefina aduce, por ejemplo, que el esfuerzo del trabajo daña su voz, que en realidad el esfuerzo del trabajo no es nada al lado del esfuerzo de cantar, pero que le impide descansar suficientemente después del canto y recuperar fuerzas para nuevas canciones, y por lo tanto se ve obligada a agotarse completamente, y en esas condiciones no puede alcanzar nunca la cima de sus posibilidades. La gente la escucha y no le hace caso. Esta gente, tan fácil de conmover a veces, otras veces no se deja conmover por nada. La negativa es en ciertas ocasiones tan neta, que hasta Josefina se amilana, parece someterse, trabaja como es debido, canta lo mejor que puede, pero sólo durante un tiempo, y luego reanuda el ataque con nuevas fuerzas (porque en este sentido sus fuerzas son inagotables).

Ahora bien, es evidente que Josefina no pretende en realidad lo que dice pretender. Es razonable, no elude el trabajo; de todos modos entre nosotros la holgazanería es desconocida, y además si le concedieran lo que pide seguramente seguiría viviendo como antes, el trabajo no sería un obstáculo para el canto, y después de todo, su canto no mejoraría gran cosa; en realidad lo que ella pretende es simplemente un reconocimiento público, franco, permanente y superior a todo lo conocido hasta ahora, de su arte. Pero aunque casi todo lo demás parece a su alcance, este reconocimiento la elude persistentemente. Quizá debió dirigir su ataque desde el primer momento en otra dirección, quizás ella misma se de cuenta ahora de su error, pero ya no puede echarse atrás, porque echarse atrás significaría traicionarse a sí misma; ahora tiene que resignarse a vencer o morir.

Si realmente tuviera enemigos, como dice, podría divertirse mucho con el simple espectáculo de esta lucha, sin mover un dedo. Pero no tiene ningún enemigo, y aunque aquí y allá no haya faltado nunca quien la criticara, esta lucha no divierte a nadie. Justamente porque en este caso nuestro pueblo adopta una actitud fría. Justamente porque en este caso nuestro pueblo adopta una actitud fría y judicial, lo que muy raramente ocurre entre nosotros; y aunque uno apruebe dicha actitud, la simple idea de que alguna vez el pueblo pueda adoptarla con nosotros, destruye toda alegría. Lo importante, ya en el rechazo como en la petición, no es la cuestión en sí, sino el hecho de que el pueblo sea capaz de oponerse tan implacablemente a un camarada, y tanto más implacablemente cuanto más paternalmente lo protege en otros sentidos; y aun más que paternalmente: servilmente.

Supongamos que en vez del pueblo se tratara de un individuo; se podría creer que este individuo fue cediendo ante la voluntad de Josefina, sin cesar de alimentar un ardiente deseo de poner fin algún día a su sumisión; que se sacrificó sobrehumanamente porque creyó que a pesar de todo habría un límite para su capacidad de sacrificio: sí, se sacrificó más de lo necesario, sólo para acelerar el proceso, sólo para ser más que Josefina e incitarla a deseos siempre renovados, hasta obligarla a sobrepasar todo límite con esa última exigencia; y oponer finalmente su negativa, lacónica, porque hacía mucho que estaba preparada. Ahora bien, la situación no es ésta en absoluto, el pueblo no necesita de esas astucias, además su respeto hacia Josefina es genuino y comprobado, y la exigencia de Josefina es de todos modos tan exagerada que una simple criatura le hubiera predicho el resultado; sin embargo, dada la idea que Josefina se ha formado del asunto, podía ocurrir que también interviniera estas consideraciones, para agregar una amargura más al dolor de la negativa. Pero sean cuales fueren sus consideraciones, no le impiden proseguir la lucha. Esta lucha ha llegado a intensificarse en los últimos tiempos; hasta ahora ha sido sólo verbal, pero ya empieza a emplear otros medios, para ella más eficaces, pero en nuestra opinión, más peligrosos.

Muchos creen que Josefina apremia su insistencia porque se siente envejecer, porque su voz se debilita, y por lo tanto le parece que llegó el momento de librar la última batalla y lograr el reconocimiento. Yo no lo creo. Josefina no sería Josefina, si esto fuera cierto. Para ella no existe ni vejez ni debilitamiento de la voz. Si algo exige, no lo exige impelida por circunstancias exteriores, sino obligada por una lógica interna. Aspira a la más alta corona, no porque momentáneamente parezca menos accesible, sino porque es la más alta; si dependiera de ella, querría una más alta todavía.

Este desdén hacia las dificultades eternas no le impide de todos modos utilizar los métodos más ruines. Para ella, su derecho es inapelable; entonces, ¿Qué importa cómo lo impone? Sobre todo porque en este mundo, tal como ella lo ve, los métodos lícitos están destinados al fracaso. Quizá por eso ha trasladado la lucha por sus derechos del campo de la música a otro campo que no la interesa tanto. Sus partidarios han hecho saber de su parte que ella se considera absolutamente capaz de cantar de tal modo que importe un verdadero placer a todo el mundo, cualquiera que sea su nivel social, hasta la más remota oposición; un verdadero placer no en el sentido de la gente, que declara haber experimentado siempre placer ante el canto de Josefina, sino un placer en el sentido que Josefina desea. No obstante, agrega ella, como no pueda falsificar lo elevado ni halagar lo vulgar, se de obligada a seguir siendo tal como es. Pero en lo que se refiere a su campaña de liberación del trabajo, el asunto cambia; claro que es una campaña a favor de la música, precosa de su voz, cualquier medio es por lo tanto válido. Así se ha difundido por ejemplo el rumor de que si no aceptan su exigencia, Josefina está decidida a abreviar las partes de coloratura. Yo no sé nada de coloraturas, y no he advertido la menor coloratura de su cantos. No obstante, Josefina amenaza con abreviar las coloraturas, no suprimirlas por ahora, sino simplemente abreviarlas. Es posible que haya cumplido su amenaza, pero por lo menos para mí no se advierte la menor diferencia en su canto. El pueblo en su totalidad la ha escuchado como de costumbre, sin hacer ninguna referencia a las coloraturas, y tampoco ha cambiado su actitud ante la exigencia de Josefina. Sin embargo, es indudable que la mentalidad de Josefina, como su figura, es a menudo de una gracia exquisita. Es así por ejemplo que después de aquel concierto, como si su decisión sobre la coloraturas hubiera sido demasiado severa o demasiado apresurada para el pueblo, anunció que en el concierto siguiente volvería a cantar completas todas las partes de coloratura. Pero después del concierto siguiente volvió a cambiar de idea, suprimiría definitivamente las grandes arias de coloratura, y hasta que no se decidiera favorablemente su pleito, no volvería a cantarlas. Ahora bien, la gente oyó todos esos anuncios, decisiones y contradecisiones sin darle la menor importancia, como un adulto meditabundo que cierra sus oídos ante la cháchara de una criatura, fundamentalmente bien intencionado, pero inaccesible.

De todos modos, Josefina no se amilana. Es así que hace poco pretendió haberse lastimado un pie mientras trabajaba, lo que le imposibilitaba cantar de pie; como no podía cantar sino de pie, se vería obligada a abreviar sus canciones. Aunque renquea y necesita el apoyo de sus partidarios, nadie cree que se haya lastimado realmente. Aun admitiendo la extraordinaria delicadeza de su cuerpecito, no dejamos de ser un pueblo de obreros, y Josefina pertenece a ese pueblo; si cada vez que nos hiciéramos un rasguño renqueáramos, el pueblo entero renquearía incesantemente. Pero aunque se hace transportar como una inválida, aunque se muestra en público en este patético estado más de lo habitual, la gente escucha sus conciertos tan agradecida y tan encantada como antes, pero no se preocupa mucho porque hay abreviado las canciones.

Como no puede seguir renqueando eternamente, imagina otra cosa, alega cansancio, mal humor, debilidad. Al concierto se agrega ahora el teatro. Vemos a los partidarios de Josefina, que la siguen y le suplican y le imploran que cante. Ella quisiera complacerles, pero no puede. La consuelan, la adulan, casi la llevan en andas hasta el lugar previamente elegido donde se supone que ha de cantar. no puede. Finalmente, prorrumpiendo en lágrimas inexplicables, ella cede, pero cuando evidentemente exhausta se dispone a cantar, fatigada, con los brazos no ya extendidos como antaño, sino fláccidos y caídos junto al cuerpo, lo que produce la impresión de que quizá sean un poco cortos; justo cuando va a empezar, no, es realmente imposible, un movimiento desganado de la cabeza nos lo anuncia, y se desmaya ante nuestros ojos. Después, a pesar de todo, se repone y canta, a mi entender más o menos como de costumbre; quizá, si uno tiene oído para los más finos matices de la expresión, descubre un poco más de sentimiento que de costumbre, lo que es de agradecer. Y al terminar está menos cansada que antes, y con firme andar, si uno se atreve a designar así sus pasitos, se aleja rechazando la ayuda de sus admiradores, y contemplando como helados ojos a la multitud que le abre paso respetuosamente.

Así ocurría hace unos días; pero la última novedad es otra; en el momento en que debía iniciar un concierto, desapareció. No sólo la buscan sus partidarios, muchos otros comparten la búsqueda, pero es inútil; Josefina ha desaparecido, no cantará, ni siquiera habrá que adularla para que cante, esta vez nos ha abandonado completamente.

Es extraño lo mal que calcula esa astuta, tan mal que uno pensaría que no calcula nada, y que sólo se deja llevar por su destino, Ella misma abandona el canto, ella misma hace trizas el poder que ha llegado a tener sobre todos los corazones ¿Cómo pudo obtener ese poder, si tan mal conoce esos corazones? Se oculta y no canta, pero el pueblo, tranquilo, sin decepción visible, señoril, una masa en perfecto equilibrio, constituida de tal modo que, aunque las apariencias lo nieguen, sólo puede dar y nunca recibir, ni siquiera de Josefina, ese pueblo sigue su camino.

Pero el camino de Josefina declina. Pronto llegará el momento en que su último chillido suene y se apague para siempre. Ella es apenas un pequeño episodio en la eterna historia de nuestro pueblo, y este pueblo superará su pérdida. Para nosotros no será fácil; ¿cómo haremos para reunirnos en completo silencio? En la realidad, ¿no era nuestras reuniones también silenciosas cuando estaba Josefina? ¿Era, después de todo, su chillido notoriamente más fuerte y más vivo que lo que será en el recuerdo? ¿Era acaso en vida de Josefina algo más que un mero recuerdo? ¿No habrá sido quizá porque en algún sentido era inmortal, que la sabiduría del pueblo apreció tanto el canto de Josefina?

Quizá nosotros no perdamos demasiado, después de todo; mientras tanto, Josefina, libre ya de los afanes terrenos, que según ella están sin embargo destinados a los elegidos, se aleja jubilosamente en medio de la multitud innumerable de los héroes de nuestro pueblo, para entrar muy pronto como todo sus hermanos, ya que desdeñamos la historia, en la exaltada redención del olvido.



Tristan MURAIL(Francia, 1947)-de Territorios del olvido-piano solista

lunes, 20 de septiembre de 2010

Amandla!- el poder de los cantares


Amandla!-docum. de Lee HIRSCH-2002-Sudáfrica

alguien me comentó, que esta batalla la ganaron los negros sin destruir con bombas sus propias tierras

domingo, 19 de septiembre de 2010

La albada.J.A.LABORDETA


lo intentaste, lo intentaste de todo corazón

viernes, 17 de septiembre de 2010

de La inmensidad íntima-G.BACHELARD-

[...] Para Baudelaire, el destino poético del hombre es ser el espejo de la inmensidad, o más exactamente todavía; la inmensidad viene a tomar conciencia de ella misma en el hombre. Para Baudelaire el hombre es un ser vasto.
Así, en muchas direcciones, creemos haber demostrado que en la poética de Baudelaire la palabra vasto no pertenece realmente al mundo objetivo. Querríamos añadir un matiz fenomenológico más, un matiz que corresponde a la fenomenología de la palabra.
A nuestro juicio, para Baudelaire la palabra vasto es un valor vocal. Es una palabra pronunciada, jamás solamente leída, jamás solamente vista en los objetos con los cuales se la relaciona. Es de esas palabras que un escritor dice siempre en voz baja mientras la escribe. Lo mismo en verso que en prosa, tiene una acción poética, una actuación de poesía vocal. Dicha palabra resalta en seguida sobre las palabras vecinas, resalta sobre las imágenes, y tal vez sobre el pensamiento. Es una "potencia de la palabra"*. En cuanto leemos la palabra en Baudelaire, en la medida del verso o en la amplitud de los períodos de los poemas en prosa, parece que el poeta nos obliga a pronunciarlos. La palabra vasto es entonces un vocablo de la respiración. Se coloca en nuestro aliento. Exige que este aliento sea lento y tranquilo** y siempre, en efecto, en la poética de Baudelaire, la palabra vasto induce calma, paz, serenidad. Traduce una convicción vital, una convicción íntima. Nos trae el eco de las cámaras secretas de nuestro ser. Es una palabra grave, enemiga de las turbulencias, hostil a los excesos vocales de la declamación. Se la quebraría en una dicción sujeta a la medida. Es preciso que la palabra vasto reine sobre el silencio apacible del ser.
Si yo fuera psiquiatra, aconsejaría al enfermo que padece de angustia, en el momento de la crisis, que leyera el poema de Baudelaire, repitiendo muy suavemente la palabra baudeleriana dominadora, esa palabra vasto que da calma y unidad, esa palabra que abre un espacio, que abre el espacio ilimitado. Esa palabra nos enseña a respirar con el aire que reposa en el horizonte, y lejos de los muros de las prisiones quiméricas que nos angustian. Hay una virtud vocal que trabaja el umbral mismo de la potencia de la voz. Panzera, el cantante sensible a la poesía, me dijo en una ocasión que según los psicólogos experimentaddos no se puede pensar la vocal a sin que se inerven las cuerdas vocales. Con la letra a ante los ojos, la voz ya quiere cantar. La vocal a, cuerpo de la palabra vasto, se aísla en su delicadeza, anacoluto de la sensibilidad que habla.
Parece que los múltiples comentarios que se han hecho sobre las "correspondencias baudelaireanas" han olvidado este sexto sentido que trabaja modelando, modulando la voz. Porque es un sexto sentido, llegando después que los otros, por encima de los otros, esta pequeña arpa eólica, delicada entre todas, colocada por la naturaleza en la puerta de nuestro aliento. Esta arpa se estremece al simple movimiento de las metáforas. Por ella, el pensamiento humano canta. Cuando prolongo sin fin mis ensueños de filósofo rebelde, llego a pensar que la vocal a es la vocal de la inmensidad. Es un espacio sonoro que comienza en un suspiro y que se extiende sin límite.
En la palabra vasto, la vocal a conserva todas sus virtudes de vocalidad amplificadora. Considerada vocalmente, la palabra vasto no es ya simplemente dimensional. Recibe, como una suave materia, los poderes balsámicos de la calma ilimitada. Con ella lo ilimitado penetra en nuestro pecho. Por ella respiramos cósmicamente, lejos de las agonías humanas. ¿Por qué descuidaríamos el menor factor en la medida de los valores poéticos? Todo lo que contribuye a dar a la poesía su acción psíquica decisiva debe incluirse en una filosofía de la imaginación dinámica. A veces los valores sensibles más distintos y más delicados se relevan para dinamizar y ampliar el poema. Un largo estudio de las correspondencias baudelaireanas deberían dilucidar la correspondencia de cada sentido con la palabra.
A veces el sonido de un vocablo, la fuerza de una letra abren o fijan el pensamiento profundo de la palabra. Leemos en el hermoso libro de Max Picard, Der Mensch und das Wort: "Das W in Welle bewegt die Welle im Wort mit, das H in Hauch lässt den Hauch aufsteigen, das t in fest und hart macht fest und hart." *** Con tales observaciones el filósofo del Mundo del silencio nos conduce a lospunhtos de sensibilidad extrema donde los fenómenos fonéticos y los fenómenos del logos vienen a armnonizarse, cuando el lenguaje encuentra toda su nobleza. ¡Pero qué lentitud meditativa habría que saber adquirir para que viviéramos la poesía interior de la palabra, la inmensidad interior de una palabra! Todas las grandes palabras, todas la palabras llamadas a la grandeza por un poeta son llaves del universo, del doble universo del cosmos y de las profundidades del alma humana.

*E.A.Poe, La puissance de la parole, apud Nouvelles histoires extraoridnaires, trad. Baudelaire, p. 238
** Para V.HUGO, el viento es vasto. El viento dice: Je suis ce grand passant, vaste, invincible et vain-[Yo soy ese gran transeúnte, vasto, invencible y vano.] En las tres últimas palabras, los labios no se mueven al pronucniar las "v".
***Está claro que semejante frase no debe traducirse poque exige que se tienda el oído a la vocalidad de la lengua alemnana. Cada lengua tiene sus palabras de gran vocalidad.
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tomado de La poética del espacio-Gastón BACHELARD-trad. Ernestina de Champourcin-edit.Fondo de cultura económica-México

jueves, 16 de septiembre de 2010

Bronwyn, Permutaciones-J.E.CIRLOT

A la que renace de las aguas, Bronwyn-Shekinah

Despertarás a la fuente de las hierbas-Lanza del Vasto


I

Contemplo entre las aguas del pantano
la celeste blancura de tu cuerpo
desnudo bajo el campo de las nubes
y circundado por el verde bosque.

No muy lejos el mar se descompone
en las arenas grises, en las hierbas.
Manos entre las piedras con relieves
y tus ojos azules en los cielos.

Las alas se aproximan a las olas
perdidas en las páginas del fuego.
Bronwyn, mi corazón, y las estrellas
sobre la tierra negra y cenicienta.


II

Sobre la tierra negra y cenicienta,
Bronwyn, mi corazón y las estrellas
perdidas en las páginas del fuego.
Las alas se aproximan a las olas.

Y tus azules ojos en los cielos.
Manos entre las piedras con relieves
en las arenas grises, en las hierbas.
No muy lejos el mar se descompone.

Y circundado por el verde bosque,
desnudo bajo el campo de las nubes
la celeste blancura de tu cuerpo
contemplo entre las aguas del pantano.


III

Contemplo entre las aguas del pantano
y circundado por el verde bosque.
No muy lejos el mar se descompone
y tus ojos azules en los cielos.

Las alas se aproximan a las olas
sobre la tierra negra y cenicienta.
La celeste blancura de tu cuerpo
desnudo bajo el campo de las nubes.

En las arenas grises, en las hierbas,
manos entre las piedras con relieves
perdidas en las páginas del fuego,
Bronwyn, mi corazón, y las estrellas.


IV

Contemplo entre las aguas de tu cuerpo
la celeste blancura del pantano
desnudo bajo el campo con relieves
y circundado por el verde fuego.

No muy lejos el mar y las estrellas
en las arenas grises de las nubes.
Manos entre las piedra con las olas
y tus ojos azules en las hierbas.

Las alas se aproximan. Descomponen,
perdidas en las páginas del bosque,
Bronwyn, mi corazón, y cenicienta
sobre la tierra negra y en los cielos.


V

Sobre la tierra negra y las estrellas
la celeste blancura y cenicienta
Bronwyn, mi corazón se descompone
y tus azules ojos en las hierbas.

Perdidas en las páginas del bosque
las alas se aproximan a tu cuerpo.
Manos entre las piedras del pantano
en las arenas grises de las nubes.

Y circundado por el verde fuego
contemplo entre las aguas de los cielos,
no muy lejos el campo de las olas,
desnudo entre relieves con las aguas.


VI

En las hierbas las nubes, en las páginas
las estrellas perdidas con relieves.
Mi corazón en las arenas grises.
Manos entre las piedras con el fuego.

A las olas las alas se aproximan.
De tu cuerpo desnudo bajo el campo
Bronwyn, sobre la tierra negra bajo
la blancura celeste y cenicienta.

Y tus azules ojos por el bosque.
En los cielos el mar se descompone.
Contemplo no muy lejos el pantano
entre las aguas verde circundado.


VII

Bajo el campo las olas se aproximan
en las manos estrellas, en las grises.
Las alas de blancura entre las piedras
de tu fuego desnudo en las perdidas.

Contemplo tus azules entre el verde
en las aguas del bosque de los cielos.
Arenas del pantano y en el mar
tus ojos, cenicienta, entre las hierbas.

Circundado de cuerpo sobre negra
no muy lejos por él se descompone
en la celeste tierra de las páginas.
Relieves corazón, Bronwyn, las nubes.


VIII

Con las manos perdidas en los cielos
de fuego entre las páginas,
con relieves contemplo la blancura
cuerpo de tu celeste cenicienta
negra bajo las piedras
y las azules alas del pantano.

Estrellas en los ojos de las aguas,
corazón sobre el campo de las nubes,
mi Bronwyn en la tierra.

Por el desnudo bosque verde
el mar se descompone en las arenas
grises.

Las olas se aproximan en las hierbas.


IX

Y circundado
el mar por el desnudo campo verde
se descompone en las arenas grises.

No muy lejos las olas en el bosque.

Mi corazón de estrellas en los ojos
de las aguas perdidas con relieves
en las nubes.

Bronwyn, sobre la negra
blancura de la tierra cenicienta,
las alas se aproximan en las hierbas,
bajo las manos del pantano
y las piedras azules de los cielos.

Tu cuerpo de celeste
contemplo entre las páginas del fuego.

X

No muy lejos
las olas se aproximan con relieves.

El mar, mi corazón, verde de estrellas
se descompone en tu blancura negra.

Las páginas de fuego de tu cuerpo
desnudo entre las nubes.


XI

Bronwyn entre las alas y las olas
sobre las nubes grises y la tierra.

Tus ojos en los cielos con relieves
y en las piedras azules las estrellas.

Manos entre las páginas del fuego,
en las perdidas aguas de las hierbas.


XII

De tu cuerpo las alas se aproximan,
celeste Bronwyn bajo el campo verde,
en las aguas de tierra cenicienta.

Las estrellas perdidas con relieves
entre las piedras páginas y azules.
No muy lejos el mar entre las manos.


XIII

El mar entre las manos de las nubes.
El mar entre las nubes de las hierbas.
El mar entre las hierbas de tu cuerpo.

TU CUERPO ENTRE LOS OJOS DE LOS CIELOS


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Bronwyn, permutaciones. J.E. CIRLOT-(Obra poética de Cirlot- edicion de
Clara Janés, editorial Cátedra)

lunes, 13 de septiembre de 2010

de El libro de la vida monástica-1899-Rainer M. RILKE

QUIEN las muchas contradicciones de su vida,
en un símbolo capta y reconcilia,
éste expulsa
a los ruidosos fuera del palacio,
se hace ceremonioso de un modo diferente
y eres tú el invitado suyo en las dulces tardes.

Y tú eres como el otro de su honda soledad,
el centro silencioso de su monologar;
cada círculo nuevo trazado en torno a ti
amplía su compás fuera del tiempo.

WER seines Lebens viele Widersinne
versöhnt und dankbar in ein Sinnbild fasst,
der drängt
die Lärmenden aus dem Palast
wird anders festlich, un du bist der Gast,
den er an sanften Abenden empfängt.

Du bist der Zweite seiner Einsamkeit,
die ruhige Mitte seiner Monologen;
und jeder Kreis, um dich gezogen
spannt ihm den Zirkel aus der Zeit

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de El libro de la vida monástica (1899)-en El libro de horas(Das Stunden-Buch)
trad. y prólogo Federico Bermúdez-Cañete, edit. Hiperión,2005

Elea-C.Blázquez

He comido margaritas con los cerdos
Oro y blanco en las rosas

¡Ah! sus hocicos en flor
De amor en flor nuestra lengua.

Amanece en las fauces cordillera
Cabezas desde atrás
inexplicables
inocentes

Escupe nómada boca
ahí tu diezmo en mordiscos
de la nuca al medio cráneo
crujido en Ascra**
senda del trépano

¡Espérame, esperádme!
a mí que puedo matarme
Se insinúan apenas
las quejas de lo posible
en la magnitud del claustro
Afirmo que hay una puerta
individual
que abre un roce transmitido

Mira cómo quedó
algo distinto al impacto de la estrella

De lejos parece caricia
pero ya no soy animal en ciernes
Se me ha incrustado la paz
de la palabra pez

Pude llegar a Elea
porque ahí quise caer


*Elea, ciudad en la que nacieron Parménides y su discípulo Zenón.
**Ascra, ciudad natal del poeta Hesiodo
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C.Blázquez-(de Archeo-tipos secretos)
publicado en Factor Serpiente el 29 de septiembre 2007

sábado, 11 de septiembre de 2010

añicos-C.Blázquez

Hablaba el alma de los cántaros, debatíase acerca de si tenían distinta el alma porque uno era un cántaro de agua y otro de vino. Tanto fervor que el hervor se hizo, y explotaron los cántaros, pero sus almas empezaron a recomponer añico por añico a cada cántaro, y cuál fue la sorpresa cuando al separar los que estaban mojados de agua y los que estaban mojados de vino, eran igual en forma y número, exactamente igual en forma y número, entonces las almas aprovecharon la oportunidad de ese descubrimiento, para intercambiarse, la que antes habitaba el agua se introdujo en el cántaro que contenía el vino, y la del vino se sumergió en el que tuvo agua. Ahora eran dos cántaros vacíos, su voz era unísona, profunda, era la misma voz, pero su timbre no era el de antes, sin embargo llegaron a la conclusión de que si permanecían callados, ni ellos mismos podían conocer si habían contenido agua o vino.

jueves, 9 de septiembre de 2010

El gran teatro de Oklahoma-y 3-Franz KAFKA

Respondió a la pregunta de si había estado desempleado con un sencillo "Sí". "¿Dónde estuvo empleado la última vez?", preguntó el señor. Karl iba ya a responder cuando el señor levantó el dedo y dijo otra vez: "¡La última!". Karl había comprendido ya la primera pregunta; involuntariamente sacudió la cabeza para apartar la última observación como importuna y respondió: "En una oficina". Era la verdad, pero si el señor pedía más información sobre la naturaleza de esa oficina, tendría que mentir. Sin embargo, el señor no lo hizo, sino que formuló una pregunta a la que era sumamente fácil responder totalmente de acuerdo con la verdad: "¿Estaba contento allí?". "No", dijo Karl, interrumpiéndolo casi. Echando una mirada de reojo, observó que el jefe se sonreía un tanto; Karl lamentó el carácter irreflexivo de su última respuesta, pero había sido demasiado tentador gritar aquel no, porque durante todo su último empleo solo había tenido el gran deseo de que algún empresario extraño entrara alguna vez y le hiciera esa pregunta. Con todo, su respuesta podía tener otro inconveniente, porque el señor podía preguntarle ahora por qué no había estado contento. Pero en lugar de ello le preguntó: "¿Para qué puesto se considera capacitado?". Aquella pregunta podía contener realmente una trampa, porque ¿con qué fin se le hacía si había sido contratado ya como actor?. Sin embargo, a pesar de darse cuenta, no pudo decidirse a decir que se sentía especialmente capacitado para ser actor.Por eso esquivó la pregunta y, aun a riesgo de parecer obstinado, dijo:"Leí el cartel en la ciudad y, como decía que podían emplear a todo el mundo, me he presentado". "Eso lo sabemos", dijo el señor, y guardó silencio, mostrando así que insistía en su pregunta anterior. "Se me ha contratado como actor", dijo Karl titubeando, para hacer comprender al señor la dificultad que su última pregunta le planteaba. "Exacto", dijo el señor, volviendo a quedarse silencioso. "Bueno", dijo Karl, y toda su esperanza de haber encontrado un puesto vaciló, "no sé si soy capaz de ser actor de teatro. Pero me esforzaré y trataré de desempeñar todas mis tareas." El señor se volvió hacia el jefe y los dos asintieron; Karl parecía haber respondido bien; volvió a cobrar valor y aguardó a pie firme la pregunta siguiente. Esta fue: "¿Qué quería estudiar en un principio?". Para puntualizar bien la pregunta -aquellos señores daban siempre mucha importancia a puntualizar con exactitud- añadió: "Quiero decir en Europa", Al decirlo, apartó la mano del mentón e hizo un movimiento débil, como si quisiera indicar al mismo tiempo lo lejos que estaba Europa y lo insignifcantes que eran los planes hechos allí. Karl dijo: "Quería ser ingeniero". Dio aquella respuesta de mala gana; era ridículo, conociendo bien su anterior carrera en América, volver a reavivar su viejo recuerdo de haber querido ser en otro tiempo ingeniero -¿lo hubiera sido nunca, incluso en Europa?-, pero en aquel momento no conocía otra respuesta y por eso dio aquella. Sin embargo, el señor la tomó en serio, como tomaba en serio todo. "Bueno", dijo, "ingeniero no podrá ser enseguida, pero, de momento, quizá podría realizar algunos trabajos técnicos subalternos." "Sin duda", dijo Karl; era cierto que, si aceptaba la oferta,pasaría de la condición de actor a la de trabajador técnico, pero creía realmente que podría desempeñar mejor ese trabajo. Además, se repetía una y otra vez, no se trataba tanto del género de trabajo como de aferrarse a algo duradero. "¿Es usted suficientemente fuerte para hacer trabajos pesados?", preguntó el señor. "Oh, sí", dijo Karl. Entonces el señor hizo que Karl se aproximara y le tentó el brazo. "Es un muchacho fuerte", dijo, mientras llevaba a Karl por el brazo ante su jefe. El jefe asintió sonriendo, tendió la mano a Karl, sin dejar su posición de reposo, y dijo:"Entonces hemos terminado. En Oklahoma se comprobará todo otra vez. ¡Haga honor a nuestro grupo de reclutamiento!". Karl se inclinó para despedirse, y fue a despedirse también del otro señor,pero éste se paseaba ya arriba y abajo por la plataforma, con el rostro hacia lo alto, como si hubiera terminado por completo su trabajo. Mientras Karl bajaba, al lado de la escalera izaron en el panel de anuncios la inscripción: "Negro, trabajador técnico". Como todo seguía su curso debido, Karl no hubiera lamentado tanto que en el panel se hubiera podido leer su verdadero nombre. Todo estaba incluso sumamente bien organizado, porque al pie de la escalera esperaba ya a Karl un criado, que le ató un brazalete. Cuando Karl levantó el brazo para ver qué decía el brazalete, vio en él la denominación correcta de "trabajador técnico". Lo llevaran a donde lo llevaran ahora, Karl quería antes informar a Fanny de lo bien que había transcurrido todo. Sin embargo, supo con pesar por el criado que los ángeles, lo mismo que los diablos, habían partido ya hacia el siguiente dstino del grupo de reclutamiento, para anunciar allí la llegada de las tropas al siguiente día. "Lástima", dijo Karl; era la primera decepción que sufría en aquella empresa, "tenía una amiga entre los ángeles." "Volverá a verla en Oklahoma", dijo el criado, "pero ahora venga, es usted el último." Llevó a Karl por l aparte de atrás, a lo largo doe la plataforma en donde habian estado los ángeles; ahora solo quedaban los pedestales vacíos. Sin embargo, la suposición de Karl de que sin la música de los ángeles vendrían más personas a buscar trabajo resultó falsa, porque ante el podio no habí aahora ningún adulto y solo unos niños se peleaban por una larga pluma blanca, probablemente caída del ala de algún ángel. Un chico la mantenía en alto, mientras los otros querían bajarle la cabeza con una mano y trataban de alcanzar la pluma con la otra. Karl señaló a los niños, pero el criado dijo sin mirar: "Venga más aprisa, han tardado mucho en contratarlo. ¿Acaso tenían dudas?", "No lo sé", dijo Karl sorprendido, aunque no lo creía. Siempre, hasta en las circunstancias más claras, había alguien que quería causar preocupaciones a sus semejantes. Sin embargo, ante el espectáculo amable que ofrecía la gran tribuna de espectadores a la que llegaron entonces, Karl olvidó pronto la observación del criado. En efecto, en aquella tribuna había un largo banco cubierto con un paño blanco; todos los contratados estaban sentados dando la espalda a la pista de carreras, en el banco de abajo, y les estaban sirviendo de comer. Todos estaban alegres y excitados, y precisamente cuando Karl, sin ser notado, se sentó el último en el banco, muchos se pusieron de pie levantando sus vasos y uno de ellos brindó por el jefe del X Grupo de Reclutamietno, al que llamó "padre de los solicitantes de empleo". Alguien hizo notar que alcanzaban a verlo incluso desde donde estaban y, efectivamente, la tribuna de los jueces, con los dos caballeros, resultaba visible, a una distancia no demasiado grande. Entonces todos alzaron sus vasos en aquella dirección, pero, por muy alto que gritaran o por muchjo que trataran de hacerse notar, nada indicaba en la tribuna de los jueces que quisieran darse cuenta. El jefe estaba apoyado en la esquina como antes, yh el otro señor estaba a su lado, con la mano en el mentón. Volvieron a sentarse un tanto decepcionados; de vez en cuando alguno se volvía aún hacia la tribuna de los jueces, pero pronto se ocuparon solo de la abundante comida; grandes aves como Karl no había visto nunca, con muchos tenedores clavados en la carne crujientemente asada, eran llevadas alrededor; los criados servían una y otra vez vino -apenas se los notaba; estaba uno inclinado sobre el plato, y caía en su vaso el chorro de vino tinto-, y quien no quería participar en la ocnversación general podía contemplar vistas del teatro de Oklahoma, que estaban amontonadas a un extremo de la mesa y debían pasar de mano en mano. Nadie se ocupaba mucho de esas fotografías, y así ocurrió que solo una de ellas llegó hasta Karl, que era el último. Sin embargo, a juzgar por ella, todas debían de ser muy dignas de verse. Era una vista del palco del presidente de Esgtados Unidos. A la primera ojeada se podía pensar que no se trataba de un palco sino del escenario, tanto avanzaba en amplia curva su balaustrada hacia el espacio vacío. Esa balaustrada era toda dorada, en todas sus partes. Entre sus columnillas, como recortadas con las tijeras más finas, figuraban, uno junto a otro, medallones de presidenes anteriores; uno de ellos tenía una nariz llamativamente recta,los labios protuberantes y, bajo unos párpados abovedados, unos ojos obstinadamente hundidos. Alrededor del palco, de los costados y de lo alto caían rayos de luz; una luz blanca y sin embargo suave desvelaba literalmente el primer plano del palco, mientras que su fondo, detrás de un terciopelo rojo que se plegaba con muchos matices,c ayendo sobre el entorno y movido por cordones, parecía un vacío oscuro de resplandores rojizos. Era difícil imaginarse personas en aqeul palco, tan soberano parecía todo. Karl no se olvidaba de comer, pero miraba con frecuencia la fotografía, que había puesto al lado de su plato. En definitiva, le hubiera gustado mucho ver al menos alguna de las otras fotografías, pero no quería ir a buscarla por sí mismo, porque un criado había puesto la mano sobre ellas y sin duda había que guardar el orden; de manera que solo recorrió conla vista toda la mesa para comprobar si no había alguna fotografía que se acercara. Entonces observó asombrado, entre los rostros más profundamente inclinados sobre la comida -al principio no se lo creía-, uno que conocía bien: Giacomo. Karl corrió enseguida hacia él. "¡Giacomo!", le gritó. Tímido como siempre que lo sorprendían, Giacomo se levantó de la mesa, se dio la vuelta en el estrecho espacio entre los bancos y se limpió la boca con la mano, pero entonces se mostró muy contento de ver a Karl y le pidió que se sentase a su lado, ofreciéndole, si no, ir junto al de Karl: tenían que contárselo todo y permanecer siempre juntos. Karl no quiso molestar a los otros; cada uno guardaría de moemnto su sitio,la comida terminaría pronto y entonces, naturalmente, permanecerían siempre unidos. Sin embargo, Karl se quedó aún al lado de Giacomo, solo para verlo. ¡Qué recuerdos de tiempos pasados! ¿Dónde esaba la jefa de cocina? ¿Qué hacía Therese? Giacomo mismo no había cambiado casi en su aspecto; la predicción de la jefa de cocina de que, en seis meses, se convertiría en un americano huesudo no se había cumplido; seguía siendo delicado como antes, con las mejillas hundidas como antes, aunqeu de momento redondeadas, porque tenía en la boca un enorme bocado de carne, del que iba sacando despacio los huesos superfluos para arrojarlos al plato. Como Karl pudo leer en su brazalete, Giacomo tampoco había sido contratado como actor sino como ascensorista; el teatro de Oklahoma podía emplear realmente a todo el mundo. Sin embargo, perdido en la contemplación de Giacomo, Karl había permanecido demasiado tiempo fuera de su asiento; precisamente cuadno se disponía a volver, llegó el jefe de personal, se subió a uno de los bancos situados en alto, dio unas palmadas y pronunció un pequeño discurso, mientras que la mayoría se ponía en pie y los que habían permanecido sentados, que no querían dejar su comida, se vieron obligados también a levantarse, por los codazos de los otros. "Confío", dijo -Karl, entretanto, había vuelto a su lugar de puntillas-, "que les haya agradado nuestra comida de recepción. En general, se suele alabar la cocina de nuestro grupo de reclutamiento. Lamentablemente, hay que levantar ya la mesa, porque el tren que nos llevará a Oklahoma sale dentro de cinco minutos. Sin duda es un largo viaje, pero ya verán que son bien atendidos. Les presento al caballero que dirigirá su transporte y al que deberán obedecer." Un señor pequeño y delgado trepó al banco en que estaba el jefe de personal, apenas se tomó tiempo para hacer una fugaz inclinación y empezó enseguida a mostrar, con manos nerviosas y extendidas, cómo debían agruparse, ordenarse y ponerse en movimiento. Sin embargo, al principio no le hicieron caso, porque el hombre del grupo que había pronunciado antes un discurso golpeó conla mano en la mesa y comenzó a su vez un discurso de agradecimietno bastante largo, a pesar de que acababan de decir -Karl se inquietó bastante- que el tren saldría enseguida. El orador no hizo caso siquiera de que tampoco el jefe de personal lo oyera isno que estuviera dando diversas instrucciones al director del transporte; desarrolló ampliamente su discurso, enumerando todos los platos que se habían servido y dando su parecer sobre cada uno, y terminó, resumiendo, conla exclamación: "Señores, así es como se nos conquista". Todos se rieron, salvo aquellos a quienes se dirigía, pero era más una verdad que una broma. Además, hubo que pagar caro el discurso, proque tuvieron que hacer el camino hasta la estación a toda carrera. Pero tampoco fue muy duro, proque -Karl lo notó entonces- nadie llevaba equipaje; el único equipaje era realmente el cochecito de niño, que ahora, guiado por el padre a la cabeza del grupo, daba saltos arriba y abajo como descontrolado. ¡Cuánta gente desposeída y sospechosa se había reunido allí y, sin embargo, qué bien había sido recibida y atendida! Y al jefe del transporte debía de importarle mucho esa gente. Tan pronto agarraba él mismo con una mano el manillar del cochecito de niño, levantando la otra para animar al grupo, como corría por un costado, se fijaba en los más lentos del centro y trataba de enseñarles, agitando los brazos, cómo debían correr. Cuando llegaron a la estación, el tren estaba ya dispuesto. Los que estaban en la estación se mostraban unos a otros el grupo y se oían exlcamaciones como:"Todos esos son del teatro de Oklahoma"; el teatro parecía ser mucho más conocido de lo que Karl había supuesto,aunque era verdad que él nunca se había preocupado de las cosas de teatro. Un vagón entero estaba dstinado al grupo, y el jefe del transporte los apremió más que el revisor para qeu subieran. El jefe vio primero cada compartimento, arregló algo aquí o allá y solo luego subió él también. Karl había conseguido por casualidad un asiento junto a la ventana y había arrastrado a Giacomo a su lado. De manera que se sentaban muy juntos y, en el fondo, los dos se alegraban del viaje: nunca habían hecho un viaje por América con tan pocas preocupaciones. Cuando el tren comenzó a moverse, saludaron con la mano por la ventanilla, mientras los chicos que tenían delante se daban codazos, encontrándolo ridículo. Así viajaron dos días y dos noches. Solo entonces comprendió Karl qué grande era América. Miraba incansablemente por la ventanilla, y Giacomo se apretó junto a él hasta que los chicos que tenían delante y que se dedicaban sobre todo a jugar a las cartas se hartaron y le cedieron voluntariamente el asiento junto a la ventanilla. Karl les dio las gracias -no todos podían comprender el inglés de Giacomo- y, con el paso del tiempo, como no puede dejar de suceder entre vecinos de compartimento, se volvieron mucho más amistosos, aunque también su amigabilidad era a veces moelsgta, porque, por ejemplo, siemrpe que se les caía un naipe al suelo y lo buscaban,pellizcaban a Karl o Giacomo en la pierna con todas sus fuerzas. Giacomo gritaba, siempre sorprendido, levantando la pierna; Karl trataba a veces de responder con una patada, pero por lo demás lo soportaba todo en silencio. Todo lo que ocurría en el pequeño compartimento se desvanecía ante lo que podía verse fuera. El primer día viajaron a través de una alta cordillera. Masas de piedra de unnegro azulado avanzaban en cuñas agudas hasta el tren, y ellos se asomaban por la ventanilla buscando en vano la cumbre; se abrían oscuros valles, estrechos e irregulares, y se podía trazar con el dedo la dirección en que se perdían; andchos torrentes de montaña descendían apresuradamente, como grandes olas, hacia las colians de abajo, arastrando mil pequeñas olas de espuma, se precipitaban bajo puentes por los que pasaba el tren y estaban tan cerca qeu el aliento de su frialdad hacía que los rostros se estremecieran.(Fin)
Tomado de El desaparecido-Der Verschollene,(novela mal llamada anteriormente América)-Franz KAFKA; trad. Miguel Sáenz- edit. De bolsillo-