23 de setiembre de 1912
Esta narración, La condena, la he escrito de un tirón, durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana. Apenas si podía sacar las piernas de debajo de la mesa, entumecidas por haber permanecido sentado tanto tiempo. La tensión y la alegría terribles con que la historia se iba desplegando ante mí, y cómo me iba abriendo paso entre las aguas. Varias veces, durante esta noche, todo mi peso se concentró en la espalda. Cómo todas las cosas pueden decirse, cómo para todas, para las más extrañas ocurrencias, hay preparado un gran fuego en el que se consumen y renacen. Cómo la ventana se volvió azul. Pasó un carruaje. Dos hombres cruzaron el puente. A las dos, miré el reloj por última vez. Cuando la criada recorrió por primera vez la antesala, yo escribía la última frase. Acción de apagar la lámpara y luz diurna. Leves dolores cardíacos. El cansancio que desaparece a la mitad de la noche. La entrada temblorosa de las hermanas en el aposento. Lectura en voz alta. Previamente, el acto de estirar los miembros ante la criada y decir: "He estado escribiendo hasta ahora". El aspecto de la cama intacta, como si acabaran de introducirla. La confirmada convcción de que, con mi novela, me encuentro en las vergonzosas depresiones que tiene el arte de escribir. Sólo así se puede escribir, sólo con esa cohesión, con esa apertura total de cuerpo y alma. Mañana pasada en la cama. Los ojos siempre claros. Mientras escribía, acarreo de muchos sentimientos, por ejemplo, la alegría de que voy a tener algo hermoso para la Arcadia de Max; naturalmente, recordé a Freud en un pasaje; en otro, Arnold Beer; en otro a Wassermann; en otro, La giganta, de Werfel; también, por supuesto, mi narración El mundo urbano.
Gustav Blenkelt fue un hombre sencillo, de hábitos regulares. No le gustaban los lujos innecesarios y tenía formado un juicio seguro sobre las gentes aficionadas a tales lujos. Aunque era soltero, se sentía con pleno derecho a pronunciar una palabra decisiva en los asuntos matrimoniales de sus conocidos, y si alguno se hubiese simplemente atrevido a poner en duda este derecho, habría sido muy mal visto por él. Solía exponer sus opiniones rotundamente y sin rodeos, y no retenía en modo alguno a los oyentes a quienes su opinión no sentaba bien. Había, como en todas partes, gente que le admiraba, que le aprobaba, gente que le toleraba y finalmente, los que no querían saber nada de él. Cualquier persona, aun la más insignificante, constituye, si uno lo mira objetivamente, el centro de un círculo que se forma aquí y allá. ¿Cómo podía suceder de otro modo en el caso de Gustav Blenkelt, que era en el fondo un hombre especialmente sociable?
Al cumplir los treinta y cinco, el último año de su vida, frecuentaba con asiduidad un joven matrimonio llamado Strong. Era indudable que para el señor Strong, que había abierto una tienda de muebles con el dinero de su mujer, el trato con Blenkelt ofrecía diversas ventajas, puesto que la mayor parte de los conocidos de éste eran gente joven, casadera, que más pronto o más tarde tendrían que pensar en instalar un nuevo mobiliario, y que por simple costumbre, tampoco en este aspecto desatendían por lo general los consjeos de Blenkelt. "Los sujeto con las riendas firmes", solía decir Blenkelt.
tomado de Diarios de Franz KAFKA, trad. Feliu Formosa-Tusquets editores
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