Del libro Iluminaciones 4. Walter Benjamin, Madrid, Taurus.
…La obra de Kafka es una elipse cuyos focos, muy alejados el uno del otro, están determinados de un lado por la experiencia mística (que es sobre todo la experiencia de la tradición) y de otro por la experiencia del hombre moderno en la gran ciudad. Al hablar de la experiencia del hombre moderno de la gran ciudad abarco diversos elementos. Hablo en primer lugar del ciudadano del Estado moderno, que se sabe entregado a un inabarcable aparato burocrático, cuyas funciones dirigen instancias no demasiado precisas para los órganos que las cumplen, cuanto menos para los que están sujetos a ellas. (Se sabe bien que es éste uno de los estratos de significación de las novelas, especialmente de El Proceso.) Además aludo como a un hombre moderno de la gran ciudad al coetáneo de los físicos actuales. Leyendo el siguiente pasaje de Eddington sobre la imagen del mundo que tiene la física, pensaremos que estamos escuchando a Kafka:
"Estoy en el umbral de la puerta, a punto de entrar en mi cuarto. Lo cual es una empresa complicada. En primer lugar tengo que luchar contra la atmósfera que pesa con una fuerza de un kilogramo sobre cada centímetro cuadrando de mi cuerpo. Además debo procurar aterrizar en una tabla que gira alrededor del sol con una velocidad de 30 kilómetros por segundo; sólo un retraso de una fracción de segundo y la tabla se habrá alejado millas. Y semejante obra de arte ha de ser llevada a cabo mientras estoy colgado, en un planeta en forma de bola, con la cabeza hacia fuera, hacia el espacio, a la par que por todos los poros de mi cuerpo sopla un viento etéreo a Dios sabe cuánta velocidad. Tampoco la tabla tiene una sustancia firme. Pisar sobre ella es como pisar sobre un enjambre de moscas. ¿No acabaré por caerme? No, porque si me atrevo y piso, una de las moscas me alcanzará y me dará un empujón hacia arriba; caigo otra vez y otra vez me empuja hacia arriba y así sucesivamente. Puedo por tanto esperar que el resultado total sea mi permanencia siempre aproximadamente a la misma altura…"
No conozco ningún pasaje en literatura que muestre en tal grado el gesto kafkiano. Se podría sin esfuerzo acompañar casi cada paso de esta aporía física con frases de la prosa de Kakfa, y no habla poco a favor de ello que nos encontrásemos al hacerlo con las "más incomprensibles". Decir por tanto, tal y como yo lo he hecho, que las correspondientes experiencias de Kakfa están en una tensión poderosa respecto de las místicas que tuvo, no sería sino decir la verdad a medias. Lo que en un sentido muy preciso resulta "increíble" en Kafka es que ese mundo jovencísimo de experiencias le llegue a través de la tradición mística. Lo cual desde luego no ha sido posible sin causar estragos (y sobre ello volveré en seguida) dentro de esta tradición. La medida del asunto la da que fuese necesario apelar a nada menos que a las fuerzas de esa tradición, si es que alguien (que se llamó Franz Kafka) quería confrontarse con la realidad que, en cuanto nuestra, se proyecta teóricamente por ejemplo en la física moderna y prácticamente en la técnica bélica. Quiero decir que esa realidad apenas es experimentable para un particular y que el mundo de Kafka, tantas veces alegre y atravesado por ángeles, es el exacto complemento de su época, que se dispone a abolir en una medida considerable a los habitantes de este planeta. La experiencia, que corresponde a la de Kafka como hombre privado, debieran adquirirla las grandes masas como la de su propia abolición.
Kafka vive en un mundo complementario. (Y en ello está emparentado con Klee, cuya obra se alza en la pintura tan esencialmente aislada como la de Kafka en la literatura.) Kafka percibía el complemento, sin percibir lo que le rodeaba. Si decimos que percibía lo que iba a venir, sin percibir lo que hoy ocurre, diremos que lo percibía esencialmente en cuanto un particular concernido por ello. A sus ademanes de terror les favorece el espléndido ámbito de juego que la catástrofe no conocerá. Pero en la base de su experiencia no había más que la tradición a la que Kafka se entregó; en modo alguno una visión de largo alcance; tampoco el "don de visiones". Kafka estaba a la escucha de la tradición y quien escucha esforzadamente no ve.
Esta escucha es esforzada sobre todo porque hasta quien escucha sólo llega lo menos claro. No hay una doctrina que aprender, ni un saber que pudiera conservarse. Lo que se quiere atrapar al vuelo, no es algo determinado para un oído. He aquí un hecho que caracteriza estrictamente la obra de Kafka por la parte negativa. (Su característica negativa es desde luego más rica en posibilidades que la positiva.) La obra kafkiana expone una enfermedad de la tradición. En ocasiones se ha querido definir la sabiduría como el lado épico de la verdad. Con ello queda la sabiduría caracterizada como un bien tradicional; es entonces la verdad en su consistencia.
Esa consistencia de la verdad es la que se ha perdido. Y Kafka estuvo muy lejos de ser el primero que se vio frente a este hecho. Muchos se habían adaptado a él, ya fuese ateniéndose a la verdad, o a lo que en cada caso tenían por tal, y renunciando a su transmisibilidad con el ánimo grave o ligero. Lo verdaderamente genial en Kafka fue que probó algo nuevo por entero: abandonó la verdad para atenerse a su transmisibilidad, a su elemento hagádico. Las creaciones kafkianas son todas ellas parábolas. Y su miseria y su belleza consisten en que tuvieron que convertirse en algo más que parábolas. No se ponen sin más ni más a los pies de la doctrina, como la hagadah se pone a los pies de la halacha. Una vez que se han sometido, levantan contra ella inadvertidamente una pesada garra.
Por eso Kafka no habla de sabiduría. Sólo le quedan los productos de su ruina. Y estos son dos: el rumor de las cosas verdaderas (una especie de periódico de cuchicheos teológicos en el que se trata de lo desacreditado y obsoleto); el otro producto de esta diástasis es la locura, que si ha malgastado por completo el valor propio de la sabiduría, ha conservado en cambio el garbo y la tranquilidad que por todos lados se le escapa al rumor. La locura es la naturaleza de los preferidos de Kafka, desde Don Quijote, pasando por los empleados, hasta los animales. (Ser animal no significaba para él sino haber renunciado por una especie de pudor a la figura y a la sabiduría humanas. Igual que un caballero distinguido, que se equivoca de bar, renuncia por pudor a limpiar su vaso). Para Kafka era firmemente incuestionable: primero, que alguien para ayudar tiene que ser un loco; segundo, que sólo es verdadera la ayuda de un loco. Sólo que no es seguro que haga efecto en el hombre. Tal vez ayude más bien a los ángeles (confr. el pasaje en que a los ángeles se les encomienda algo que hacer), aunque con los ángeles podría hacerse de otra manera. Por eso, como dice Kafka, hay infinitas existencias de esperanza, sólo que no para nosotros. Esta frase contiene de veras la esperanza kafkiana. Y es la fuente de su radiante alegría.
Te entrego esta imagen recortada peligrosamente en su perspectiva con toda calma. Tú la ilustrarás con los puntos de vista que desde otros aspectos he desarrollado en mi trabajo sobre Kafka en la Jüdische Rundschau, en contra del cual me embarga sobre todo el rasgo fundamentalmente apologético que le es inherente. Para hacer justicia a la figura de Kafka en su pureza y en su belleza peculiares, no se debe perder de vista lo siguiente: que fue un fracasado. Las circunstancias de este fracaso son múltiples. Casi diríamos que cuando estuvo seguro de la frustración definitiva, lo lograba todo de camino como en un sueño. Nada merece mayor consideración que el celo con que Kafka subrayó su fracaso.…
(Escrita a Gerhard Scholem en París a 12 de junio de 1938)
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