EL MISTERIO DE LA PINTURA ESPAÑOLA EN LUIS FERNÁNDEZ--MARÍA ZAMBRANO-
Cuando después de haber dejado de mirar la pintura española, se vuelve a estar frente a ella, una impresión inequívoca avisa de que se está ante algo original y aun originario. Algo irreductible, más allá de lo que en arte parece contar más: el estilo. Más allá, por tanto, de cualquier tradición de escuela o de canon; algo, en fin, no explicable por lo que parece decidir la diferencia entre unas escuelas y otras: por la forma.
Ese algo es sentido inmediatamente como una especie de fidelidad que podría llamarse obstinación y que, tratándose de algo español, no sería la primer avez que así fuera llamado. La obstinación española es la máscara con que la fidelidad se ha presentado ante el mundo. ¿Fidelidad a qué? Toda fidelidad se manifiesta por ser un confinamiento dentro de unos límites. Y así, antes de saber a qué se dirige esa fidelidad, sorprendemos sus características, las características de toda fidelidad. Fidelidad es limitaciön; una clase especial de limitación, que no se confunde con la pobreza de contenido ni con la falta de medios. Por el contrario, la fidelidad es la forma de una pobreza espléndida, desbordante de contenido, que produce esaq cualidad que entre todas se destaca enla pintura española: la intensidad. Porque quien se aventura más allá de sus propios límites se distiende y corre el peligro de disgregarse. No el que se contiene y confina, pues al expresarse sucede que el espacio que lo envuelve apenas existe como tal: aparece tan lleno y cargado que, en lugar de sensación de espacio, la da de sustancia. La pintura española es, ante todo, sustancial. Las coss no aparecen distribuidas, sino sumergidas en una atmósfera tan materiral como ellas. Porque otro nombre de la fidelidad es ensimismamiento.
Ensimismamiento, ensueño profundo de la materia, resistencia. Todo ello es fidelidad y, si se mira a través de tantas realizaciones e intentos, sobre ese abismo, que separa el momento actual de las artes plásticas de todo lo anterior, la resistencia adquiere ya un carácter metafísico que roza una mística: es afirmativa superviencia; supervivencia que anuncia que la palabra final no está dicha y que, a pesar de todas las revelaciones, algo permanece en un secreto sagrado, cargado de silencio. Si toda la pintura es silenciosa, la española lleva consigo un silencio aún más intenso; lindante con lo absoluto.
Es el silencio de la tierra, del paisaje de España, que proviene de que al mismo tiempo que se manifiesta, se oculta. Y éwsa, justamente, se nos figura que sea la definición de lo plástico. Un paisaje, un objeto, un rostro humano son plásticos cuando, al mismo tiempo que ofrecen una generosa manifestación que "da la cara", guardan y reservan una posibilidad inagotable de manifestaciones: materia que no ha sido enteramente absorbida por una forma y que parece engendrar, con no se sabe qué elemento fecundante, una serie de formas posibles e igualmente reales, que se insinúan, que se presienten. Por eso,lo plástico es silencio: el silencio de algo que no se decide a dejarse revelar.
Es el silencio de España no develado aún enteramente por palabra alguna; el silencio de una obstinada fidelidad que persiste a modo de marca sagrada sobre las creaciones auténticas de los llamados a expresarla.
Tal es la condición de esta pintura de Luis Fernández, cuyos ojos hace tiempo que no se alimentan de aquella luz, de aquella silenciosa plasticidad.
En la pintura de Fernández, esta fidelidad adquiere ya categoría de virtud, pues que ha tenido que traspasar ese estado de inocencia inicial que se goza cuando el alma y los sentidos se nutren de su alimento propio. O tal vez sea esa inocencia superior que adviene cuando alma y sentidos se alimentan de sí mismos; de un alimento sólo sensible para ellos, a la manera de visiones que gozan algunas figuras maravilladas en ciertos cuadros tradicionales; alguien que está absorto en una visión sólo perceptible para él, mientras que los que lo rodean en nada parecen advertirla; está en otro mundo. Así, Luis Fernández está en otro mundo, y, más aún, en el centro del suyo, desde el cual todo lo que lo rodea es visto y hasta absorbido, de acuedo con esa secreta alquimia capaz de trasmutar todos los elementos en el pan cotidiano, en el vino único.
Tales cosas no suceden, en verdad, sino cuando existe un trasfondo religioso. Fidelidad es una condición, no de la vida moral, por alta que sea su exigencia; es la irradiación cosntante de un foco religioso. Y como en el caso de lapintura española, y de su ejemplar manifestación en los cuadros de Luis Fernández, no se trata de que representen siempre -en el caso de Fernández, nunca-escenas de religión declarada. Y ello tampoco lo explicaría. Tendríamos que preguntarnos si la pintura española no es religiosa en sí misma, aunque no figure ninguna escena proporcionada por una religión, por otra parte tan rica en plasticidad como la católica.
Mas no es exacto decir que la religión católica sea rica en plasticidad; es rica en imágnes, y se puede advertir una diferencia en el comportamiento de la pintura española frente a imágenes religiosas, en comparación con la italiana, diferencia que lleva toda la ganancia a la italiana, en cierto sentido. Sería justo, que si la Iglesia hiciera el inventario de sus imágenes, agradeciese más a la pintura italiana que a la española. A ella se le deben la realización progresiva y la fijajción
clásica, en ese estado de gracia que es la perfección, de algunos grandes temas. La Anunciación, sin duda el de mayor fortuna, ha perseguido a todos los pintores del "quattrocento" hasta ir a cuajarse en esa maravilla que es La Anunciación de Leonardo da Vinci de la Galería de los Uffici. El ángel comunica el mensaje a la Virgen como la inteligencia pura al alma, igualmente pura. De no verlo, parecerá imposible que hubiera sido pintado un suceso que parece aquí extraido del pensamiento de Plotino.
Lejos de perseguir la pintura española la perfección de una imagen religiosa, la ha dejado en el estado incial o ha encontrado, de golpe y como por gracia, su expresión más pura, como si por una secreta afinidad, en ese tema religioso, se encontrase un misterio que le era propio. Además de los "tránsitos y resurrecciones" de El Greco, hay imágenes beneficiadas de esa "descarga" religiosa: las Vírgenes de Zurbarán, la Inmaculada de Ribera y el Cristo de Velázquez. Imágenes que han atraído hacia sí, por afinidad y coincidencia, todo el poder de la pintura española que ha encontrado por ellas el albor de su misterio.
La pintura española por sí misma hace religioso lo que toca (hay la excepción de Velázquez, que consituye un verdadero problema dentro del carácter más persistente de la pintura española. Corresponde a esta pintura profana de Velázquez, un espacio distinto que no es ni el espacio sagrado ni tampoco el meramente físico). Rara vez es profana, y cuando llega a serlo, como descubre Malraux en su Goya, se aleja atormentada y hasta tormentosamente para reintegrarse en un viejísimo arte religioso.
Y no he visto ni un solo cuadro profano de Fernández. Mas, como reservamos el nombre de religioso para lo que se deriva de una religión declarada, diremos mejor que toda su pintura, ella y hasta sus temas, son sagrados. Ella, por su fidelidad a la luz de los misterios, a la luz cálida, entrañable, que ilumina y entenebrece todos sus cuadros, hasta los que parecen no tenerla. Cuando la luz no se hace visible, la distribución de los objetos sugiere tener un interior, pero que son la superficie pintada de un interior, quizá de un templo. Cuando el templo-cueva no está en la tela de Fernández, la tela es la superficie que reclama ser adherida a esa cueva, donde la luz no será nunca la luz sin más, sino la desigual luz que lucha con la sombra y hasta intima con ella; la luz que debió ser la de los "Misterios"; la luz prometida a los más oscuro de nuestra vida: el corazón, las entrañas.
Esta pintura de Luis Fernández lleva consigo la fidelidad obstinada a la luz original de la pintura; luz que no es la nautal, que no lo será nunca, ni aun en los más impresionistas. La luz de la pintura es la luz prometida, no la encontrada a diario, por grande que sea su esplendor. No la luz que hace visibles las cosas para andar entre ellas y para regalo de la retina ávida. Pues que la vida humana se distingue de las otras por tener un interior; un interior oscuro, donde hay ya un secreto que no puede revelarse bajo la luz natural. Las entrañas, el corazón, son la metáfora con que el lenguaje común designa desde siempre esa oscuridad habitada que aspira a su propia luz.
El pintor lo logra a veces, y entonces ha realizado el prodigio de una ascensión: el oscuro corazón ha ascendido a ser alma. El alma que no es una cosa, sino un medio donde entran todas las cosas haciéndose, diríamos, verdaderas, trasmutando su anónima condición en verdad. Verdad es todo lo que nos ofrecen las telas de Luis Fernández. Esta ascensión de las entrañas a la claridad del alma se ha verificado, a través de un camino prerceptible, en una apasionante historia que sus cuadros nos revelan. Se pueden discernir en esa historia dos épocas y un tránsito entre ellas. Más bien vemos la continuidad de un camino impuesto por sí mismo, más que pensado en virtud de ninguna estética. Las telas más antiguas ofrecen de modo directo ese mundo oscuro de las entrañas, de la sangre y sus pesadillas, pues el engendro directo de las entrañas es el ensueño. "EL sueño de la razón produce monstruos", decía Goya. Pero el ensueño mismo nace no de la razón, sino de la oscuridad de un interior no revelado todavía. Su representación pictórica ha de darse como en los sueños, como en las pesadillas; son los datos del misterio;la oscuridad en su primer tránsito hacia la luz; el mundo hermético, sagrado, de las entrañas en estado puro. Así, como los tonos violentos se abren paso entre la negrura de una cavidad donde los ojos no pueden penetrar. Negro telón de fondo, no de la nada, sino del ser que sostiene a este mundo entrañable.
La pintura de Luis Fernández tiene así el sentido que corresponde al intento profundo de la pintura surrealista; el ser de un descenso a los infiernos del ser, a las oscuras entrañas. Mas la fidelidad, esa fidelidad a la luz de la pintura española, le ha permitido lograrlo con fuerza inusitada. Su fiedelidad le ha dado la fuerza de expresión, de encontrar la fuerza adecuada a ese mundo entrañable e infernal. Y esa misma fidelidad le hará salir de la osucra caverna, en un movimiento ascensional que va del mundo de la entraña al mundo del alma, donde aparecen, no las cosas, no el corazón y sus ensueños y sus pesadillas, sino sus símbolos, aún más, diríamos, sus correspondencias. Aparecen entonces el espacio y una luz quieta, cuajada, invisible casi, apegada a las cosas. PUes esta pintura nunca llegará, ni le es necesario, al espacio abierto de la mente, a ese espacio más conceptual que pictórico, donde las cosas entran para ocuparlo; donde tiene lugar lo que se llama "composición", arreglo de unas cosas dentro de un espacio que existe previamente, de una luz dada. Luis Fernández nunca nos dará este género de pintura, ni siquiera en los paisajes, donde el espacio resulta simplemente de que vemos árboles, un trozo de tierra, una ribera, en una luz que está allá sólo para revelarlos; una luz que es el cumplimiento de esa promesa que todas las cosas, y no sólo el hombre, esperan para contemplar su ser. Ya que en el espacio físico, conceptual,
las cosas aparecen contraídas o distendidas; ocupan más o menos sitio del debido; es el espacio menos plástico del mundo; el espacio profano que corresponde a las concepciones de la Física moderna, donde yha nada tiene su "lugar natural". El espacio del alma ofrece, en cambio, a cada cosa su lugar natural no intercambiable. En ese espacio se está en un dentro abrigado, oculto y aparente a la vez. Entrar en el medio del alma es haber podido, al fin, salir fuera de las entrañas infernales; haber nacido sin dejar de estar envuelto y protegido en una intimidad.
Así, el ternero que Luis Fernández figura ha nacido ya, es visible y, sin embargo, reposa cuajado en su ser sin haber sufrido ese brusco despertar del nacimiento al espacio físico; ese espacio en que el mundo profano nos obliga a entrar. Y así, esas frutas ensimismadas, pura sustancia intacta, reposan en su lugar natural donde, al fin, se muestran en la integridad de su ser, sin el sobresalto de andar sueltas, mancilladas por haber ingresado en un espacio donde todo es intercambiable, a salvo ya de toda corrupción.
Mas una ascensión tal, desde los más secretos fondos de la materia a ese espacio del alma, tenía que atravesar elmomento crítico en que lo que vive se desvive ya al borde de la muerte. Luis Fernández pintará cebollas, trozos de carne, flores a punto dfe descomposición, cuando la forma lograda parece regresar a la materia de donde viniera; en que el infierno se yergue a tomar su presa evadida tan sólo por una breve hora. Mas ahí la luz de las entrañas infernales arroja su más recóndita promesa; la promesa de resurrección hecha visible en un alma y que se desprende de la misma materia csi putrefacta. Secreto el más íntimo de la pintura española, su vocación de mostrar tránsitos, de hacer entrever la resurrección de la materia casi putrefacta; el trascuerpo glorioso de cada cosa; la promesa en vías de cumplimiento.
Tales misterios, la pintura solamente puede entreverlos. Y la visión perfecta, la presencia total, aparece en esos cuadros blancos, cima del largo recorrido desde el iniferno de las entrañas. Esta pura quietud de las cosas ya reposadas que se han entrado en sí mismas, estando al mismo tiempo en cada mirada. Blancura, resultado y presenci afinal en ese espacio donde todo, siendo sí mismo, vive en perfecta comunión. Blancura en que la negra pintura de España ha ido encontrando desde siempre su logro; su última palabra, su silencio.
Cuando después de haber dejado de mirar la pintura española, se vuelve a estar frente a ella, una impresión inequívoca avisa de que se está ante algo original y aun originario. Algo irreductible, más allá de lo que en arte parece contar más: el estilo. Más allá, por tanto, de cualquier tradición de escuela o de canon; algo, en fin, no explicable por lo que parece decidir la diferencia entre unas escuelas y otras: por la forma.
Ese algo es sentido inmediatamente como una especie de fidelidad que podría llamarse obstinación y que, tratándose de algo español, no sería la primer avez que así fuera llamado. La obstinación española es la máscara con que la fidelidad se ha presentado ante el mundo. ¿Fidelidad a qué? Toda fidelidad se manifiesta por ser un confinamiento dentro de unos límites. Y así, antes de saber a qué se dirige esa fidelidad, sorprendemos sus características, las características de toda fidelidad. Fidelidad es limitaciön; una clase especial de limitación, que no se confunde con la pobreza de contenido ni con la falta de medios. Por el contrario, la fidelidad es la forma de una pobreza espléndida, desbordante de contenido, que produce esaq cualidad que entre todas se destaca enla pintura española: la intensidad. Porque quien se aventura más allá de sus propios límites se distiende y corre el peligro de disgregarse. No el que se contiene y confina, pues al expresarse sucede que el espacio que lo envuelve apenas existe como tal: aparece tan lleno y cargado que, en lugar de sensación de espacio, la da de sustancia. La pintura española es, ante todo, sustancial. Las coss no aparecen distribuidas, sino sumergidas en una atmósfera tan materiral como ellas. Porque otro nombre de la fidelidad es ensimismamiento.
Ensimismamiento, ensueño profundo de la materia, resistencia. Todo ello es fidelidad y, si se mira a través de tantas realizaciones e intentos, sobre ese abismo, que separa el momento actual de las artes plásticas de todo lo anterior, la resistencia adquiere ya un carácter metafísico que roza una mística: es afirmativa superviencia; supervivencia que anuncia que la palabra final no está dicha y que, a pesar de todas las revelaciones, algo permanece en un secreto sagrado, cargado de silencio. Si toda la pintura es silenciosa, la española lleva consigo un silencio aún más intenso; lindante con lo absoluto.
Es el silencio de la tierra, del paisaje de España, que proviene de que al mismo tiempo que se manifiesta, se oculta. Y éwsa, justamente, se nos figura que sea la definición de lo plástico. Un paisaje, un objeto, un rostro humano son plásticos cuando, al mismo tiempo que ofrecen una generosa manifestación que "da la cara", guardan y reservan una posibilidad inagotable de manifestaciones: materia que no ha sido enteramente absorbida por una forma y que parece engendrar, con no se sabe qué elemento fecundante, una serie de formas posibles e igualmente reales, que se insinúan, que se presienten. Por eso,lo plástico es silencio: el silencio de algo que no se decide a dejarse revelar.
Es el silencio de España no develado aún enteramente por palabra alguna; el silencio de una obstinada fidelidad que persiste a modo de marca sagrada sobre las creaciones auténticas de los llamados a expresarla.
Tal es la condición de esta pintura de Luis Fernández, cuyos ojos hace tiempo que no se alimentan de aquella luz, de aquella silenciosa plasticidad.
En la pintura de Fernández, esta fidelidad adquiere ya categoría de virtud, pues que ha tenido que traspasar ese estado de inocencia inicial que se goza cuando el alma y los sentidos se nutren de su alimento propio. O tal vez sea esa inocencia superior que adviene cuando alma y sentidos se alimentan de sí mismos; de un alimento sólo sensible para ellos, a la manera de visiones que gozan algunas figuras maravilladas en ciertos cuadros tradicionales; alguien que está absorto en una visión sólo perceptible para él, mientras que los que lo rodean en nada parecen advertirla; está en otro mundo. Así, Luis Fernández está en otro mundo, y, más aún, en el centro del suyo, desde el cual todo lo que lo rodea es visto y hasta absorbido, de acuedo con esa secreta alquimia capaz de trasmutar todos los elementos en el pan cotidiano, en el vino único.
Tales cosas no suceden, en verdad, sino cuando existe un trasfondo religioso. Fidelidad es una condición, no de la vida moral, por alta que sea su exigencia; es la irradiación cosntante de un foco religioso. Y como en el caso de lapintura española, y de su ejemplar manifestación en los cuadros de Luis Fernández, no se trata de que representen siempre -en el caso de Fernández, nunca-escenas de religión declarada. Y ello tampoco lo explicaría. Tendríamos que preguntarnos si la pintura española no es religiosa en sí misma, aunque no figure ninguna escena proporcionada por una religión, por otra parte tan rica en plasticidad como la católica.
Mas no es exacto decir que la religión católica sea rica en plasticidad; es rica en imágnes, y se puede advertir una diferencia en el comportamiento de la pintura española frente a imágenes religiosas, en comparación con la italiana, diferencia que lleva toda la ganancia a la italiana, en cierto sentido. Sería justo, que si la Iglesia hiciera el inventario de sus imágenes, agradeciese más a la pintura italiana que a la española. A ella se le deben la realización progresiva y la fijajción
clásica, en ese estado de gracia que es la perfección, de algunos grandes temas. La Anunciación, sin duda el de mayor fortuna, ha perseguido a todos los pintores del "quattrocento" hasta ir a cuajarse en esa maravilla que es La Anunciación de Leonardo da Vinci de la Galería de los Uffici. El ángel comunica el mensaje a la Virgen como la inteligencia pura al alma, igualmente pura. De no verlo, parecerá imposible que hubiera sido pintado un suceso que parece aquí extraido del pensamiento de Plotino.
Lejos de perseguir la pintura española la perfección de una imagen religiosa, la ha dejado en el estado incial o ha encontrado, de golpe y como por gracia, su expresión más pura, como si por una secreta afinidad, en ese tema religioso, se encontrase un misterio que le era propio. Además de los "tránsitos y resurrecciones" de El Greco, hay imágenes beneficiadas de esa "descarga" religiosa: las Vírgenes de Zurbarán, la Inmaculada de Ribera y el Cristo de Velázquez. Imágenes que han atraído hacia sí, por afinidad y coincidencia, todo el poder de la pintura española que ha encontrado por ellas el albor de su misterio.
La pintura española por sí misma hace religioso lo que toca (hay la excepción de Velázquez, que consituye un verdadero problema dentro del carácter más persistente de la pintura española. Corresponde a esta pintura profana de Velázquez, un espacio distinto que no es ni el espacio sagrado ni tampoco el meramente físico). Rara vez es profana, y cuando llega a serlo, como descubre Malraux en su Goya, se aleja atormentada y hasta tormentosamente para reintegrarse en un viejísimo arte religioso.
Y no he visto ni un solo cuadro profano de Fernández. Mas, como reservamos el nombre de religioso para lo que se deriva de una religión declarada, diremos mejor que toda su pintura, ella y hasta sus temas, son sagrados. Ella, por su fidelidad a la luz de los misterios, a la luz cálida, entrañable, que ilumina y entenebrece todos sus cuadros, hasta los que parecen no tenerla. Cuando la luz no se hace visible, la distribución de los objetos sugiere tener un interior, pero que son la superficie pintada de un interior, quizá de un templo. Cuando el templo-cueva no está en la tela de Fernández, la tela es la superficie que reclama ser adherida a esa cueva, donde la luz no será nunca la luz sin más, sino la desigual luz que lucha con la sombra y hasta intima con ella; la luz que debió ser la de los "Misterios"; la luz prometida a los más oscuro de nuestra vida: el corazón, las entrañas.
Esta pintura de Luis Fernández lleva consigo la fidelidad obstinada a la luz original de la pintura; luz que no es la nautal, que no lo será nunca, ni aun en los más impresionistas. La luz de la pintura es la luz prometida, no la encontrada a diario, por grande que sea su esplendor. No la luz que hace visibles las cosas para andar entre ellas y para regalo de la retina ávida. Pues que la vida humana se distingue de las otras por tener un interior; un interior oscuro, donde hay ya un secreto que no puede revelarse bajo la luz natural. Las entrañas, el corazón, son la metáfora con que el lenguaje común designa desde siempre esa oscuridad habitada que aspira a su propia luz.
El pintor lo logra a veces, y entonces ha realizado el prodigio de una ascensión: el oscuro corazón ha ascendido a ser alma. El alma que no es una cosa, sino un medio donde entran todas las cosas haciéndose, diríamos, verdaderas, trasmutando su anónima condición en verdad. Verdad es todo lo que nos ofrecen las telas de Luis Fernández. Esta ascensión de las entrañas a la claridad del alma se ha verificado, a través de un camino prerceptible, en una apasionante historia que sus cuadros nos revelan. Se pueden discernir en esa historia dos épocas y un tránsito entre ellas. Más bien vemos la continuidad de un camino impuesto por sí mismo, más que pensado en virtud de ninguna estética. Las telas más antiguas ofrecen de modo directo ese mundo oscuro de las entrañas, de la sangre y sus pesadillas, pues el engendro directo de las entrañas es el ensueño. "EL sueño de la razón produce monstruos", decía Goya. Pero el ensueño mismo nace no de la razón, sino de la oscuridad de un interior no revelado todavía. Su representación pictórica ha de darse como en los sueños, como en las pesadillas; son los datos del misterio;la oscuridad en su primer tránsito hacia la luz; el mundo hermético, sagrado, de las entrañas en estado puro. Así, como los tonos violentos se abren paso entre la negrura de una cavidad donde los ojos no pueden penetrar. Negro telón de fondo, no de la nada, sino del ser que sostiene a este mundo entrañable.
La pintura de Luis Fernández tiene así el sentido que corresponde al intento profundo de la pintura surrealista; el ser de un descenso a los infiernos del ser, a las oscuras entrañas. Mas la fidelidad, esa fidelidad a la luz de la pintura española, le ha permitido lograrlo con fuerza inusitada. Su fiedelidad le ha dado la fuerza de expresión, de encontrar la fuerza adecuada a ese mundo entrañable e infernal. Y esa misma fidelidad le hará salir de la osucra caverna, en un movimiento ascensional que va del mundo de la entraña al mundo del alma, donde aparecen, no las cosas, no el corazón y sus ensueños y sus pesadillas, sino sus símbolos, aún más, diríamos, sus correspondencias. Aparecen entonces el espacio y una luz quieta, cuajada, invisible casi, apegada a las cosas. PUes esta pintura nunca llegará, ni le es necesario, al espacio abierto de la mente, a ese espacio más conceptual que pictórico, donde las cosas entran para ocuparlo; donde tiene lugar lo que se llama "composición", arreglo de unas cosas dentro de un espacio que existe previamente, de una luz dada. Luis Fernández nunca nos dará este género de pintura, ni siquiera en los paisajes, donde el espacio resulta simplemente de que vemos árboles, un trozo de tierra, una ribera, en una luz que está allá sólo para revelarlos; una luz que es el cumplimiento de esa promesa que todas las cosas, y no sólo el hombre, esperan para contemplar su ser. Ya que en el espacio físico, conceptual,
las cosas aparecen contraídas o distendidas; ocupan más o menos sitio del debido; es el espacio menos plástico del mundo; el espacio profano que corresponde a las concepciones de la Física moderna, donde yha nada tiene su "lugar natural". El espacio del alma ofrece, en cambio, a cada cosa su lugar natural no intercambiable. En ese espacio se está en un dentro abrigado, oculto y aparente a la vez. Entrar en el medio del alma es haber podido, al fin, salir fuera de las entrañas infernales; haber nacido sin dejar de estar envuelto y protegido en una intimidad.
Así, el ternero que Luis Fernández figura ha nacido ya, es visible y, sin embargo, reposa cuajado en su ser sin haber sufrido ese brusco despertar del nacimiento al espacio físico; ese espacio en que el mundo profano nos obliga a entrar. Y así, esas frutas ensimismadas, pura sustancia intacta, reposan en su lugar natural donde, al fin, se muestran en la integridad de su ser, sin el sobresalto de andar sueltas, mancilladas por haber ingresado en un espacio donde todo es intercambiable, a salvo ya de toda corrupción.
Mas una ascensión tal, desde los más secretos fondos de la materia a ese espacio del alma, tenía que atravesar elmomento crítico en que lo que vive se desvive ya al borde de la muerte. Luis Fernández pintará cebollas, trozos de carne, flores a punto dfe descomposición, cuando la forma lograda parece regresar a la materia de donde viniera; en que el infierno se yergue a tomar su presa evadida tan sólo por una breve hora. Mas ahí la luz de las entrañas infernales arroja su más recóndita promesa; la promesa de resurrección hecha visible en un alma y que se desprende de la misma materia csi putrefacta. Secreto el más íntimo de la pintura española, su vocación de mostrar tránsitos, de hacer entrever la resurrección de la materia casi putrefacta; el trascuerpo glorioso de cada cosa; la promesa en vías de cumplimiento.
Tales misterios, la pintura solamente puede entreverlos. Y la visión perfecta, la presencia total, aparece en esos cuadros blancos, cima del largo recorrido desde el iniferno de las entrañas. Esta pura quietud de las cosas ya reposadas que se han entrado en sí mismas, estando al mismo tiempo en cada mirada. Blancura, resultado y presenci afinal en ese espacio donde todo, siendo sí mismo, vive en perfecta comunión. Blancura en que la negra pintura de España ha ido encontrando desde siempre su logro; su última palabra, su silencio.
La Habana, 1951-María Zambrano, de Algunos lugares de la pintura, Edit. Acanto, 1991, 2ª edición.
1 comentario:
Enhorabuena por el blog. Muy interesante.
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