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Jaume Asens Diagonal
Siempre será preferible la quema de símbolos del poder a que el propio poder acabe abrasando espacios de crítica a los que no es posible renunciar.
La desmedida reacción penal ante la sátira de El Jueves sobre la familia real comportó un esperpéntico retroceso a los años de la Transición. A los tiempos sombríos del Papus y de la censura. Esta vez, sin embargo, al conocerse la noticia de la requisa, los ejemplares de la revista volaron de los quioscos. Miles de internautas colgaron en la red la viñeta de la discordia. En el mundo de la comunicación global, el secuestro contribuyó a lo contrario de lo que pretendía: dar publicidad a la burla y asegurar su reproducción. Pero el efecto contagio no se detuvo allí.
De los periódicos y la red, la protesta pasó a la calle. El último episodio de estas reacciones fueron las diferentes manifestaciones en las que se quemaron fotos del rey. Llegados a este punto, el debate pasó a exceder la discusión sobre el peor o mejor gusto de unas caricaturas: ¿hasta dónde debería llegar, en un sistema que se pretende democrático, la crítica a las instituciones y símbolos públicos?
Príncipes o Mahoma
Si las chanzas en cuestión se hubieran producido en otro continente, la respuesta habría sido seguramente más clara. Con frecuencia, el espíritu crítico se rebela cuando algún poder foráneo pone cortapisas a la disidencia religiosa o política. Pero desaparece cuando las diatribas ofenden las propias creencias. No pocos intelectuales y políticos españoles desenfundaron a Voltaire ante la protesta de grupos musulmanes contra una viñeta que se burlaba de sus emblemas religiosos. ¿Por qué mofarse de Mahoma es un ejercicio de libertad de expresión y un delito burlarse de los príncipes de Asturias?
Los defensores de la actuación penal frente a los humoristas invocaron la “dignidad” de los miembros de la familia real y recordaron que la libertad de expresión no incluye el derecho al
insulto. No obstante, no puede tratarse igual un “insulto” o ataque al “honor” a los miembros de una institución pública que a un ciudadano de a pie. Sobre todo si esa institución, como ocurre con la Monarquía española, carece prácticamente de responsabilidad política y jurídica.
En otras monarquías parlamentarias, la protección de la Corona suele ser más “inteligente”, lo que incluye un amplio margen para la crítica de la institución. En Inglaterra, por ejemplo, las
caricaturas a la familia real se remontan a tiempos previctorianos y resultan usuales en la prensa amarilla. En otros países monárquicos como Suecia, Dinamarca, Holanda o Noruega existe análoga tolerancia. En el caso español, en cambio, el respeto a una institución terrenal como la Monarquía es casi el mismo que se profesa hacia una figura considerada sagrada, como la de Mahoma, en los países islámicos.
“Respetable”
El celoso blindaje de la Monarquía en el sistema español explica, asimismo, la persistencia de la crítica republicana. En Cataluña, por ejemplo, las manifestaciones antiborbónicas no son cosa nueva. Ya en 1868, durante la llamada revolución gloriosa, un grupo de partidarios liberales arrojaron desde el balcón del Ayuntamiento de Barcelona un retrato roto de la reina Isabel II. Este tipo de manifestaciones, con mayor o menor alcance, se han repetido hasta nuestros días.
En realidad, podría decirse que, como mínimo desde la revolución francesa, los símbolos del poder, político o religioso, siempre han sido satirizados o ridiculizados. Aquí y en cualquier parte del mundo. Ya sea desde la soledad del sótano de una imprenta o entre el gentío de un festejo popular, como muestran las fallas valencianas o los carnavales gaditanos. Tales actos de ofensa callejera se inscriben en una vieja tradición de teatralizació n de desavenencias o desafectaciones ciudadanas frente a símbolos de poder que se consideran -justa o injustamente- arbitrarios. Quizá por eso suelen tener una mayor carga vindicativa que la simple sátira de papel, y suscitan mayor desasosiego en ciertos sectores políticos e intelectuales ‘respetables’. No obstante, una sociedad democrática debería ser capaz de verlos, no tanto como ataques al orden público, sino como un sano ejercicio de libertad ideológica y de catarsis ciudadana.
Difícil encaje
Muchos de los que se indignaron ante la condena por el “ultraje al rey” del periodista Ali Lmrabet en Marruecos, ahora aplauden, o cuando menos guardan silencio, ante la petición fiscal de cárcel para el joven de Girona y para quienes, como él, se han autoinculpado en la quema de símbolos monárquicos. No faltará quien sostenga que la diferencia reside en que “allí no hay democracia pero aquí sí”. No obstante, es precisamente cuando la crítica ‘quema’, y no cuando se
adapta a los cánones establecidos de lo ‘admitido’, cuando se ponen a prueba las credenciales democráticas de un ordenamiento jurídico. En Estados Unidos, la jurisprudencia que sitúa las quemas de banderas y otros símbolos públicos bajo el amparo de la Primera Enmienda se basa
en un razonamiento de este tipo.
No es esto lo que está ocurriendo en el caso español. Entre otras razones, porque muchas de estas críticas podrían subsumirse en alguno de los delitos contra la corona contemplados por el Código Penal. Esta previsión, junto a muchas otras que garantizan a la Monarquía un estatuto de privilegio e impunidad, se presta a aplicaciones de difícil encaje en un régimen que garantiza el pluralismo político, indisolublemente unido a la libertad ideológica.
Abrasando
A casi un siglo de la persecución de Valle Inclán por sus ácratas invectivas contra la Corona, o de la condena a prisión de Unamuno por “ultraje al rey”, la mitificación de la Monarquía como símbolo intocable de la Transición sigue siendo fuente de tabúes y un obstáculo a la libre discusión pública. La crítica frontal de este mito, por tanto, no puede considerarse un gesto extremista, como pretenden tanto la oposición como el propio Gobierno. Es una condición indispensable para asegurar la vigencia de principios republicano- democráticos elementales: desde la publicidad y revocabilidad de los actos de poder hasta la periodicidad de las funciones. Mientras tanto, siempre será preferible la quema de símbolos del poder a que el propio poder acabe abrasando espacios de crítica a los que no es posible renunciar.
La desmedida reacción penal ante la sátira de El Jueves sobre la familia real comportó un esperpéntico retroceso a los años de la Transición. A los tiempos sombríos del Papus y de la censura. Esta vez, sin embargo, al conocerse la noticia de la requisa, los ejemplares de la revista volaron de los quioscos. Miles de internautas colgaron en la red la viñeta de la discordia. En el mundo de la comunicación global, el secuestro contribuyó a lo contrario de lo que pretendía: dar publicidad a la burla y asegurar su reproducción. Pero el efecto contagio no se detuvo allí.
De los periódicos y la red, la protesta pasó a la calle. El último episodio de estas reacciones fueron las diferentes manifestaciones en las que se quemaron fotos del rey. Llegados a este punto, el debate pasó a exceder la discusión sobre el peor o mejor gusto de unas caricaturas: ¿hasta dónde debería llegar, en un sistema que se pretende democrático, la crítica a las instituciones y símbolos públicos?
Príncipes o Mahoma
Si las chanzas en cuestión se hubieran producido en otro continente, la respuesta habría sido seguramente más clara. Con frecuencia, el espíritu crítico se rebela cuando algún poder foráneo pone cortapisas a la disidencia religiosa o política. Pero desaparece cuando las diatribas ofenden las propias creencias. No pocos intelectuales y políticos españoles desenfundaron a Voltaire ante la protesta de grupos musulmanes contra una viñeta que se burlaba de sus emblemas religiosos. ¿Por qué mofarse de Mahoma es un ejercicio de libertad de expresión y un delito burlarse de los príncipes de Asturias?
Los defensores de la actuación penal frente a los humoristas invocaron la “dignidad” de los miembros de la familia real y recordaron que la libertad de expresión no incluye el derecho al
insulto. No obstante, no puede tratarse igual un “insulto” o ataque al “honor” a los miembros de una institución pública que a un ciudadano de a pie. Sobre todo si esa institución, como ocurre con la Monarquía española, carece prácticamente de responsabilidad política y jurídica.
En otras monarquías parlamentarias, la protección de la Corona suele ser más “inteligente”, lo que incluye un amplio margen para la crítica de la institución. En Inglaterra, por ejemplo, las
caricaturas a la familia real se remontan a tiempos previctorianos y resultan usuales en la prensa amarilla. En otros países monárquicos como Suecia, Dinamarca, Holanda o Noruega existe análoga tolerancia. En el caso español, en cambio, el respeto a una institución terrenal como la Monarquía es casi el mismo que se profesa hacia una figura considerada sagrada, como la de Mahoma, en los países islámicos.
“Respetable”
El celoso blindaje de la Monarquía en el sistema español explica, asimismo, la persistencia de la crítica republicana. En Cataluña, por ejemplo, las manifestaciones antiborbónicas no son cosa nueva. Ya en 1868, durante la llamada revolución gloriosa, un grupo de partidarios liberales arrojaron desde el balcón del Ayuntamiento de Barcelona un retrato roto de la reina Isabel II. Este tipo de manifestaciones, con mayor o menor alcance, se han repetido hasta nuestros días.
En realidad, podría decirse que, como mínimo desde la revolución francesa, los símbolos del poder, político o religioso, siempre han sido satirizados o ridiculizados. Aquí y en cualquier parte del mundo. Ya sea desde la soledad del sótano de una imprenta o entre el gentío de un festejo popular, como muestran las fallas valencianas o los carnavales gaditanos. Tales actos de ofensa callejera se inscriben en una vieja tradición de teatralizació n de desavenencias o desafectaciones ciudadanas frente a símbolos de poder que se consideran -justa o injustamente- arbitrarios. Quizá por eso suelen tener una mayor carga vindicativa que la simple sátira de papel, y suscitan mayor desasosiego en ciertos sectores políticos e intelectuales ‘respetables’. No obstante, una sociedad democrática debería ser capaz de verlos, no tanto como ataques al orden público, sino como un sano ejercicio de libertad ideológica y de catarsis ciudadana.
Difícil encaje
Muchos de los que se indignaron ante la condena por el “ultraje al rey” del periodista Ali Lmrabet en Marruecos, ahora aplauden, o cuando menos guardan silencio, ante la petición fiscal de cárcel para el joven de Girona y para quienes, como él, se han autoinculpado en la quema de símbolos monárquicos. No faltará quien sostenga que la diferencia reside en que “allí no hay democracia pero aquí sí”. No obstante, es precisamente cuando la crítica ‘quema’, y no cuando se
adapta a los cánones establecidos de lo ‘admitido’, cuando se ponen a prueba las credenciales democráticas de un ordenamiento jurídico. En Estados Unidos, la jurisprudencia que sitúa las quemas de banderas y otros símbolos públicos bajo el amparo de la Primera Enmienda se basa
en un razonamiento de este tipo.
No es esto lo que está ocurriendo en el caso español. Entre otras razones, porque muchas de estas críticas podrían subsumirse en alguno de los delitos contra la corona contemplados por el Código Penal. Esta previsión, junto a muchas otras que garantizan a la Monarquía un estatuto de privilegio e impunidad, se presta a aplicaciones de difícil encaje en un régimen que garantiza el pluralismo político, indisolublemente unido a la libertad ideológica.
Abrasando
A casi un siglo de la persecución de Valle Inclán por sus ácratas invectivas contra la Corona, o de la condena a prisión de Unamuno por “ultraje al rey”, la mitificación de la Monarquía como símbolo intocable de la Transición sigue siendo fuente de tabúes y un obstáculo a la libre discusión pública. La crítica frontal de este mito, por tanto, no puede considerarse un gesto extremista, como pretenden tanto la oposición como el propio Gobierno. Es una condición indispensable para asegurar la vigencia de principios republicano- democráticos elementales: desde la publicidad y revocabilidad de los actos de poder hasta la periodicidad de las funciones. Mientras tanto, siempre será preferible la quema de símbolos del poder a que el propio poder acabe abrasando espacios de crítica a los que no es posible renunciar.
* Jaume Asens es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona
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