Fue un caluroso día de verano. Mi hermana y yo pasábamos frente a la
puerta de un cortijo que estaba en el camino de regreso a casa. No sé si
golpeó esa puerta por travesura o distracción, no sé si tan solo
amenazó con el puño sin llegar a tocarla siquiera. Cien metros más
adelante, junto al camino real que giraba a la izquierda, empezaba el
pueblo. No lo conocíamos, pero al cruzar frente a la casa que estaba
inmediatamente después de la primera, salieron de ahí unos hombres
haciéndonos unas señas amables o de advertencia; estaban asustados,
encogidos de miedo. Señalaban hacia el cortijo y nos hacían recordar el
golpe contra la puerta. Los dueños nos denunciarían e inmediatamente
comenzaría el sumario. Yo permanecía calmo, tranquilizaba a mi hermana.
Posiblemente ni siquiera había tocado, y si en realidad lo había hecho,
nadie podría acusarla por eso. Intenté hacer entender esto a las
personas que nos rodeaban; me escuchaban pero absteniéndose de emitir
juicio alguno. Después dijeron que no sólo mi hermana sino también yo
sería acusado. Yo asentía sonriente con la cabeza. Todos volvíamos
nuestra vista atrás, hacia el cortijo., tan atentamente como si se
tratara de una lejana cortina de humo tras la cual fuera a aparecer un
incendio. Lo que pronto vimos, en realidad fue a unos jinetes que
entraron por el portón del cortijo. Una polvareda al levantarse, lo
cubrió todo; solo brillaban las puntas de las enormes lanzas. Apenas la
tropa había desaparecido en el patio, cuando debió, al parecer, hacer
dar vuelta a sus corceles, pues volvió a salir en dirección nuestra.
Aparté a mi hermana de un empellón, yo me encargaría de poner todo en
orden. Ella no quiso dejarme solo. Le expliqué que para que se viera
mejor vestida ante los señores debía, al menos, cambiarse de ropas. Por
fin me hizo caso e inició el largo camino a casa. Ya estaban los jinetes
junto a nosotros y casi al tiempo de apearse preguntaron por mi
hermana. “No está aquí de momento” fue la temerosa respuesta, “pero
vendrá mas tarde”. La contestación se recibió con indiferencia. Parecía
que ante todo, lo importante era haberme hallado. Destacaban, de entre
ellos, el juez, un hombre joven y vivaz, y su silencioso ayudante
llamado Assmann. Me invitaron a pasar a la taberna campesina.
Lentamente, balanceando la cabeza, jugando con los tiradores, comencé a
caminar bajo las miradas severas de los señores. Aún creía que una sola
palabra sería suficiente para que yo, que vivía en la ciudad, fuese
liberado, incluso con honores, en ese pueblo campesino. Pero luego de
atravesar el umbral de la puerta, pude escuchar al juez que se acercó a
recibirme: “Este hombre me da lástima”. Sin duda alguna, no se refería
con esto a mi estado actual sino a lo que me esperaba en el futuro. La
habitación se parecía mas a la celda de una prisión que a una taberna
rural. De las grandes losas de la pared, oscura y sin adornos, pendía,
en alguna parte, una argolla de hierro, y en el centro de la habitación
algo que era medio catre y medio mesa de operaciones.
¿Podría yo respirar otros aires que los de una cárcel? He aquí el
gran dilema. O, mejor dicho, lo que sería el gran dilema, si yo tuviera
alguna perspectiva de ser dejado en libertad.
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Trad. Sergio Guillén, en La Condena y otros relatos- editorial AKAL,
original aquí
2 comentarios:
Habrá quienes lean esta historia intentando extraer su sentido de lo que consideran ficción, pero esta historia, por desgracia, es tan real como atemporal y universal.
Salud y mar!
Sí Loam, poca o nula ficción hay en cualquier escrito de Kafka,además era abogado, es decir que conocía bien el tinglado. Este escrito,en mi opinión, refiere a la perfección lo que está pasando con el maquinista imputado. Fue la hermana la que golpeó o rozó la puerta, y se ausentó, pero bien claro dice que al juez y a su ayudante les dio igual, le tenían a él, él estaba allí, a él le aplicarían la máquina de la justicia.
Salud
k
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