Si bien se piensa, no es tan envidiable ser vencedor en una carrera de caballos.
La gloria de ser reconocido como el mejor jinete de un país marea demasiado, junto al estrépito de la orquesta, para no sentir a la mañana siguiente cierto arrepentimiento.
La envidia de los contrincantes, hombres astutos y bastante influyentes, nos entristece al atravesar el estrecho pasaje que recorremos después de cada carrera y que pronto aparece desierto ante nuestra mirada, exceptuando algunos jinetes retrasados, que se destacan diminutos sobre el borde del horizonte.
La mayoría de nuestros amigos se apresuran a cobrar sus ganancias y sólo nos gritan un lejano y distraído «¡hurra!», volviéndose a medias, desde las alejadas ventanillas; pero los mejores amigos no apostaron nada a nuestro caballo porque temían enojarse con nosotros si perdíamos; ahora que nuestro caballo venció y ellos no ganaron nada, se vuelven cuando pasamos a su lado y prefieren contemplar las tribunas.
Detrás de nosotros, los contrincantes, afirmados en sus cabalgaduras, tratan de olvidar su mala suerte y la injusticia que en cierto modo se ha cometido con ellos; tratan de contemplar las cosas desde un nuevo punto de vista, como si después de este juego de niños debiera comenzar otra carrera, la verdadera.
Muchas damas consideran burlonamente al vencedor, porque parece hinchado de vanidad y, sin embargo, no sabe cómo encarar los interminables apretones de manos, congratulaciones, reverencias y saludos desde lejos, mientras los vencidos se callan la boca y acarician ligeramente las crines de sus caballos, muchos de los cuales relinchan.
Finalmente, bajo un cielo entristecido, empieza a llover
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