Discurrir sobre la naturaleza y el significado de la obscenidad es casi tan difícil como hablar de Dios. Hasta que comencé a hurgar en la literatura acumulada sobre el tema, nunca me di cuenta del cenegal que debía atravesar. Si se comienza por la etimología salta a la vista que los lexicógrafos no son menos embaucadores que los juristas moralistas y políticos. Aquellos que han intentado seriamente rastrear el significado del término, se han visto forzados a confesar que no habían llegado a ninguna conclusión. En su libro To the pure("Hacia lo puro"), Ernst y Seagle afirman que "no hay dos personas acordes en la definición de los seis temibles adjetivos siguientes: obsceno, libidinoso, lascivo, puerco, indecente, inmundo". La liga de las Naciones se encontró con dificultades cuando intentó definir la obscenidad. Probablemente D.H.Lawrence tuvo razón al asegurar que "nadie sabe lo que significa el término obsceno". Para Theodore Schroeder, que consagró toda su vida a la lucha por la libertad de expresión (ver su A Challenge to Sex Censors), "la obscenidad no existe en ningún libro o cuadro; es tan sólo una propiedad de la mente del que lee o contempla". "No se ha ofrecido ningún argumento que abone la supresión de la literatura obscena", afirma dicho autor, "que por inevitables inferencias no llegue a justificar, y no haya justificado ya, todas las demás limitaciones que se han impuesto alguna vez a la libertad de pensamiento." Como alguien muy bien ha dicho, la mención completa de las obras maestras que han llevado el rótulo de obscenas formaría un fatigoso catálogo. La mayor parte de nuestros escritores predilectos, de Platón a Havelock Ellis, de Aristófanes a Shaw, de Cátulo y Ovidio a Shakespeare, Shelley y Swinburne, incluyendo la Biblia, han sido blanco de aquellos que siempre están a la pesca de de lo que es impuro, indecente o inmoral. En un artículo titulado "La libertad de expresión en la literatura", Huntington Cairns, uno de los censores más advertidos y lúcidos, señala la necesidad de una reeducación de los funcionarios encargados de la aplicación de la ley. "En general", afirma, "son individuos que poco o nada tienen que ver con la ciencia o el arte, que no tienen la menor idea de la tácita libertad de expresión concedida a los hombres de letras desde los comienzos de la literatura inglesa, y que han demostrado, según la opinión de los expertos, absoluta incompetencia en su tarea. Los que en primer término deben ser reeducados son los funcionarios administrativos y no la masa de población, que en su mayoría no tiene ningún contacto apreciable con el arte. " Quizás valga la pena señalar aquí, de paso, que aunque nuestro gobierno federal no ejerce censura sobre las obras de arte producidas en el país, concede al Departamento del Tesoro el derecho de juzgar sobre las que proceden del exterior. En 1930 se reformó la Tariff Act para permitir al secretario del Tesoro, según su criterio, la admisión de clásicos o libros de reconocido o indiscutible mérito literrio o científico, aun cuando fueran obscenos. ¿Qué se entiende por libros de "reconocido o indiscutible mérito literario"? El señor Cairns nos ofrece la siguiente interpretación: "libros a los que respalda una masa importante y responsable de la opinión crítica norteamericana, acorde en la calidad y el mérito de las obras". Esta interpretación parecería corresponder a una actitud bastante liberal, pero frente al caso concreto de un libro u obra de arte capaz de determinar una furibunda reacción, la aparente liberalidad se derrumba. Se ha dicho con respecto a los sonetos de Aretino que estaban condenados por cuatrocientos años. Nadie puede predecir cuánto tiempo habrá de esperar hasta que la interdicción que pesa sobre ciertas obras contemporáneas famosas sea levantada. En el artículo arriba mencionado, Cairns admite que "la probabilidad de que las actuales ordenanzas sobre obscenidad se deroguen es nula". Y sigue diciendo: "Ninguna ordenanza precisa el alcance de la palabra obscenidad, por lo que se crea un amplio margen discrecional para el significado que ha de atribuirse al término". Quienes pensaron que la decisión tomada en el caso del Ulises establecía un precedente, tienen hoy que admitir que fueron exageradamente optimistas. No hay nada establecido con referencia a los libros de carácter perturbador. Después de años de disputar mojigatos, fanáticos y otros psicópatas que determinan lo que se nos permite o no se nos permite leer, Theodore Schroeder opina que "no es la calidad intrínseca de un libro lo quee cuenta, sino su hipotética influencia sobre alguna hipotética persona que, en alguna problemática época futura, pueda hipotéticamente leer ese libro". En su obra titulada Desafío a los censores morales, Schroeder cita a un clérigo anónimo de hace una centuria, en apoyo de que "la obscenidad existe tan sólo en la mente de quien la descubre y acusa de ella a los otros." Esta obra ignorada contiene muchos pasajes esclarecedores. Allí el autor procura demosstrar que, por una ley natural de reflexión, cada uno realiza los mismos actor que atribuye a los otros; que la defensa de sí mismo no es, al fin y al cabo, más que un acto de autodestrucción, etc. Este punto de vista,, sano y lúcido, que parecería accesible a muy pocos, tiene más probabiliades de disipar las brumas que envuelven el tema que todos los eruditos tratados de educadores, moralistas y juristas combinados. En la Epístola a los romanos(XIV; 14), lo mismo está dicho de modo axiomático: "Yo bien sé, y estoy seguro, según la doctrina de Nuestro Señor Jesús, que ninguna cosa es de suyo impura, sino que viene a ser impura para aquel que por tal la tiene". Ningún individuo sensato tendría dudas sobre cuánto se avanzaría si en los tribunales se defendieran esos principios o los funcionarios postales los adoptaran. Un punto de vista totalmente distinto, que merece nuestra atención no sólo por lo honrado y franco sino por reflejar la innata convicción de muchos, es el expresado por Havelock Ellis, quien dice que "la obscenidad es un elemento constante en la vida social humana y corresponde a una profunda necesidad del espíritu". Ellis va más lejos aún al afirmar que "los adultos necesitan la literatura obscena tanto como los niños los cuentos de hadas, como alivio para la fuerza opresora de las convenciones". Esta es la actitud de un individuo culto cuya pureza y buen juicio son reconocidos por los más eminentes críticos del mundo. Es el punto de vista ligado a la tierra que confesamos admirar en los pueblos mediterráneos. Es natural que, siendo Ellis inglés, haya sufrido persecuciones por sus ideas y opiniones sobre los problemas sexuales. Desde el s.XIX en adelante, todos los autores ingleses que se atrevieron a tratar esos problemas con honradez y realismo han sido perseguidos y humillados. La actitud predominante en el público inglés está- según creo- bastante bien representada por este trozo de pulcra vaciedad titulado "¿Necesitamos un censor?", en el que el vizconde de Brentford se justifica virtuosamente. El vizconde de Brentford es el caballero que se propuso proteger al público inglés de obra tan inicuas como Ulyses y el Pozo de la soledad. Corresponde a un tipo de individuos que pululan en el medio anglosajón y a los que parecen dirigirse las siguientes palabras del doctor Ernst Jones:"Se trata de hombres que dominados por atracciones secretas hacia diversas tentaciones, se esfuerzan por alejar dichas tentaciones de otras gentes; en vedad, se están defendiendo a sí mismos con la excusa de defender a otros, porque íntimamente tienen temor de la propia debilidad."
Como se me acusa de emplear un lenguaje obsceno con abundancia y libertad superiores a la de cualquier otro escritor vivo de lengua inglesa, puede tener interés la exposición de mis propios puntos de vista sobre el tema. Desde 1934, fecha de la primera publicación en París de Trópico de Cáncer, he recibido centeneares de cartas de lectores de todas partes del mundo; procedían de hombres y mujeres de las más diversas edades y categorías sociales, y en su mayor parte eran mensajes de felicitación. Había muchos que reprochaban al libro su lenguaje escatológico, pero que declaraban su admiración en todo otro aspecto; pocos, muy pocos, hacían el reparo de que se trataba de un libro insípido o mal escrito. El libro continúa vendiéndose "por bajo de la cuerda" y todavía se escribe sobre él, aunque han pasado ya diez años desde su aparición y fue rápidamene proscripto en todos los países anglosajones. El único efeto que tuvo la censura sobre su circulación fue el de derivarla por los canales clandestinos, limitando así las ventas, pero asegurándole al mismo tiempo la mejor de las publicidades: la recomendación oral. Se encuentra en las bibliotecas de casi todas las casas de estudio importantes, los profesores suelen recomendarlo a sus alumnos, y poco a poco ha llegado a ocupar un lugar al lado de obras literarias célebres que, proscriptas y prohibidas en alguna época, son aceptadas hoy como clásicas. Mi libro interesa especialmente a los jóvenes, a quienes-por todo lo que he logrado averiguar directa o indirectamente- no sólo no ha arruinado la vida sino que por el contrario ha acrecentado su firmeza moral. Este libro es una prueba palpitante de que la censura se derrota a sí misma. También prueba, una vez más, que los únicos protegidos por la censura son los censores mismos, a causa simplemente de una ley natural conocida por todos aquellos que se abandonan a excesos. En relación con todo esto siento la necesidad de mencionar un hecho curioso sobre el que me han llamado la atención muy a menudo los libreros: las dos clases de libros de venta no sólo constante sino creciente son los llamados pornográficos u obscenos y los de ocultismo. Esto parecería corroborar la opinión de Havelock Ellis ya mencionada. No cabe duda de que todos los intentos por controlar el tráfico de libros obscenos, así como el tráfico de drogas o la prostitución, están destinados al fracaso dondeqiera que la civilización alce la cabeza. Sean o no estas cosas un mal sin remedio, sean o no elementos definitivos y arraigados en nuestra vida social, lo positivo es que resultan sinónimos de lo que llamamos civilización. A despecho de todo lo dicho y escrito en pro o en contra, resulta evidente que, en lo tocante a estos factores de la vida social, los hombres no han llegado al mismo acuerdo que existe sobre la esclavitud. Es posible, por supuesto, que ests cosas lleguen a desaparecer un día, pero también es posible que, a pesar de la repulsa universal hacia la esclavitud, ésta vuelva a ser practicada por los hombres. La pregunta que con más insistencia se formula a quien escribe literatura obscena es la siguiente: "¿Qué necesidad tiene usted de usar tal lenguaje?" La pregunta implica, naturalmente, que el mismo efecto podría obtenerse utilizando términos o medios convencionales. No hay nada más lejos de la verdad. Cualquiera que haya sido el lenguaje empleado y por objetable que sea -pienso aquí en los ejemplos extremos-, se puede asegurar que no había otro lenguaje posible. Los efectos están ligados a las intenciones, y éstas a su vez, están gobernadas por leyes compulsivas tan rígidas como las de la naturaleza misma. Esto no llegan a comprenderlo casi nunca los individuos no creadores. Alguien ha dicho que "la comprensión que ha logrado el artista literario, la comunica a sus lectores". Esta comprensión del problema sexual, o de cualquier otro, inevitablemente entra en conflicto con las creencias populares, con los temores y tabúes que, en su mayor parte, están fundados sobre errores. Todos los argumentos que tratan de justificar las opiniones erróneas de la muchedumbre, como la falta de educación, la falta de contacto con las artes, y otros parecidos, no afectan al hecho concreto de que habrá siempre un abismo entre el artista creador y el público, a causa de que este último es impenetrable al misterio inherente a toda creación. La lucha que, consciente o inconscientemente, el artista emprende con el público, se concentra casi exclusivamente en el problema de una elección necesaria. Si dejamos a un lado todas las cuestiones referentes al ego o al temperamento, y adoptamos el punto de vista más amplio sobre el proceso creador, aquel que reduce al artista a un mero instrumento, nos vemos obligados a aceptar que el espíritu de una época es un crisol que purifica las misteriosas fuerzas vitales que, por distintos medios, buscan expresarse. Si hay algo misterioso en la manifestación de ls fuerzas profundas e insospechadas que se expresan, de un período a otros, por movimientos e ideas perturbadoras, puede asegurarse que nada de ello es accidenal o extravagante. Las leyes que gobiernan al espíritu son exactamente tan legibles como las que gobiernan la naturaleza. Pero su lectura debe ser realizada por aquellos que tienen el hábito del misterio. La profundidad misma de estas interpretaciones las hacen indigeribles e inaceptables para pel vasto cuerpo que constituye el público no pensante. De paso, es curioso observar que los pintores, por inabordables que resulten sus obras, sólo excepcionalmente resultan víctimas de las intervenciones intempestivas que sufren los escritores. El lenguaje, puesto que sirve también de medio de comunciación, tiende a producir horribles confusiones. Hay hombres de elevada inteligencia que suelen exhibir el gusto más execrable frente a las artes. Pero haste estos lelos, fácilmente identificables por el incesante asombro que nos provoca su torpeza, raramente tienen la audacia de manifestar qué elementos convendría suprimir en una pintura, o qué modificaciones efectuar. Tómese, por ejemplo, las obras de la primera época de George Grosz. Compárense con las reacciones que provocaron el público inteligente con las que provocó Joyce al aparecer el Ulises. Compárense a su vez estas reacciones con las que provocó la música reciente de Schönberg. En los tres casos la indignación inicial fue igualmente fuerte, peor en el caso de Joyce el público demostró mayor coordinación mayor verbosidad, mayor arrogancia en la expresión de su falsa certidumbre. En asunto de libros, hasta el carnicero y el plomero se creen con derecho a opinar, especialmente si el libro puede merecer el calificativo de sucio o repugnante. He observado, además, que la actitud del público cambia sensiblemente cuando se enfrenta con las obras de pueblos primitivos. Entonces, por alguna oscura razón, se manifiesta una tolerancia mucho mayor hacia el elemento "obsceno". Personas que hubieran estallado de indignación ante los dibujos de Ecce homo(n.del T: libro de dibujos de Grosz publicado en 1923), llegan a contemplar sin rubor cerámicas o esculturas africanas, pese a la ofensa que podrían significar para su gusto y sentido moral. La misma tolerancia se advierte frente a las obras de los autores antiguos. ¿A qué se debe? A que hasta los más obtusos no pueden dejar de admitir el hecho de que existieron épocas en las que -sea ello justificado o no- prevalecieron otras costumbres y otro tipo de moral. Pero cuando se trata de los espíritus creadores de nuestra época, la libertad de expresión sólo la interpretan como licencia. El artista debe someterse a la actitud común y habitualmente hipócrita de la mayoría. Ha de ser original, audaz, sugestivo y todo lo demás, pero no excesivamente perturbador. Cuando dice no debe significar sí. Cuanto más amplio es el público de aficionados, más tiránica, compleja y perversa se vuelve la presión irracional. No hay duda de que existen excepciones, y Picasso es una de ellas; uno de los pocos artistas de nuestro tiempo capaz de exigir el respeto y la atención de un público perplejo y ampliamente hostil. Es el más grande tributo que pueda hacerse a su genio.
No es improbable que en ese período de transición que señalan las guerras mundiales y cuya duración puede extenerse auna o dos centurias, el arte llegue a ser cada vez menos importante. Un mundo desgarrado por indescriptibles cataclismos, un mundo preocupado por transformaciones políticas y sociales, no tenrá tiempo ni energías disponibles para la creación o la estimación de las obras de arte. El político, el soldado, el industrial, el técnico, en una palabra, todos aquellos que proveen a las necesidades inmediatas, a la comodidad de los seres, a las pasiones y prfuicios efímeros e ilusorios, tendrán prioridad sobre el artista. Las invenciones más poéticas serán aquellas que sirvan a los fines más destructores. La poesía misma se expresará en términos de explosivos o gases tóxicos. Lo obsceno se manifestará mediante las más inconcebibles técnicas de autodestrucción que el genio inventivo del hombre se verá forzado a adoptar. La repugnancia y la aversión que los espíritus proféticos en el dominio del arte han inspirado al repesentar un mundo en gestación, encontrarán justificativo en los años por venir a medida que esos sueños se realicen. El abismo creciente entre el arte y la vida -el arte cada vez más sensacional e ininteligible, la vida cada vez más turbia y desalentadora- ha sido comentado hasta el hartazgo. La guerra, por colosal y portentosa que haya sido, no logró hacer surgir una pasión a la medida de su importancia o su significación. El fervor de los griegos y de los españoles fue algo que asombraria al mundo moderno. La admiración y el horror que sus luchas feroces evocaban es revelador. Nosotros los considerábamos tan locos como heroicos, y hemos estado a punto de creer que tal locura y tal heroísmo no existían más. Pero lo que sorprende como "obsceno", y, más que loco, insensato, es el prodigioso carácter maquinista de la guerra emprendida por las grandes naciones. Es una guerra de materiales, una guerra de predominio estadístico.una guerra en que la victoria se obtiene mediante un cálculo frío y paciente basado en la mayor cantidad y calidad de recursos. En las guerras que emprendían los españoles y los griegos, no sólo había inseguridad en cuanto al resultado inmediato, sino inseguridad en cuanto al resultado eterno, si así pudiera decirse. A pesar de todo, se batían con dientes y uñas y hubieran vuelto a batirse una y otra vez, siempre sin seguridad, pero gloriosamente, a causa de que los movía la pasión. En cuanto a las grandes potencias, enredadas en una lucha a muerte, uno presiente que sólo se están preparando para otra oportunidad, la oportunidad de lograr concreta y definitivamente una victoria que será eterna, lo que constituye una ilusión absoluta. Cualquiera que sea el resultado, uno presiente que la vida no sufrirá alteraciones radicales, salvo en un grado tal que la haga más parecida a lo que era antes de estallar el conflicto. Esta guerra tiene todas las característicass masturbatorias de un combate entre reincidentes incorregibles. No hago resaltar el aspecto obsceno de la guerra moderna tan sólo porque yo esté contra la guerra, sino porque algo vinculado con las emociones ambivalentes que ella inspira me permite aprehender mejor la nautraleza de lo obsceno. Tengo la impresión de que nada sería considerado obsceno si los hombres lograran llevar a la vida sus más íntimos deseos. Lo más temible para el hombre es tener que enfrentarse con las manifestaciones -de hecho o de palabra- de aquello que ha rehusado vivir, que ha estrangulado o sofocado, que ha sumergido, como decimos ahora, en su inconsciente. Las cualidades sórdidas que se imputan al enemigo son siempre aquellas que reconocemos como propiamente nuestras, y por eso nos preparamos para destruirlas, sabiendo que sólo la proyección nos dará idea de su atrocidad y horror. Igual que en un sueño, el hombre trata dde aniquilar a su enemigo interior. Este enemigo, se sitúe en el interior o en el exterior, tiene exactamente tanta realidad, no más, como los fantasmas de sus sueños. Mientras está despierto parece no molestarle ese sueño suyo, pero cuando duerme lo invade el terror. Acabo de decir "mientras está despierto", y entonces surge la pregunta: ¿cuándo está despierto, si alguna vez lo está? Para quienes ya no sienten la necesidad de matar, el hombre atraído por el asesinato no es más que un sonámbulo. Es un hombre que intenta matarse a sí mismo en sueños. Es un hombre que se enfrenta a sí mismo "sólo en el sueño". Este es el hombre del mundo actual, el hombre modelo, tan mítico y legendario como el Hombre modelo de la alegoría. Nuestra vida actual es como habíamos soñado que fuera en la fuente de las edades. La recorre constantemente un doble hilo, como en el sueño de antiguos tiempos. Constantemente, miedo y avidez, miedo y avidez. Nunca el puro manantial del deseo. Y de este modo, tenemos y no tenemos, somos y no somos. En el dominio de lo sexual opera una especie similar de sonambulismo y autoengaño; aquí la bifurcación del puro deseo en miedo y avidez da por resultado la creación de un mundo fantasmagórico donde el amor representa el papel de chivo emisario con caracteres de camaleón. La pasión brilla por su ausencia o por monstruosas deformaciones que la tornan prácticamente irreconocible. Seguir la historia de la actitud del hombre frente a lo sexual es como recorrer un laberinto cuyo centro estuviera situado en un planeta desconocido. Ha habido tantas deformaciones y represiones hasta entre los pueblos primitivos, que hohy resulta virtualmente imposible assegurar en qué consiste una actitud libre y sana. Es indudable que la glorificación del sexo en los tiempos paganos no significó una solución del problema. Y aunque el cristianismo introdujo una concepción del amor superior a otra antes conocida, no logró éxito en la liberación sexual del hombre. Quizás podamos decir que la tiranía de lo sexual fue rota gracias a la sublimación en el amor, pero la naturaleza de este amor más amplio fue apenas comprendida y experimentada por muy pocos. Sólo en los casos de una estricta disciplina corporal dirigida a la unión o comunión con Dios, el problema sexual se encara con franqueza. Aquellos que han logrado emanciparse por esta ruta se han librado no sólo de la tiranía del sexo, sino de cualquier otra tiranía de la carne. En tales individuos, el conjunto de los deseos se ha transfigurado de tal modo que los resultados obtenidos no tienen prácticamente sentido para el hombre corriente. Los triunfos espirituales, aun cuando puedan afectar directamente al hombre de la calle, muy poco o nada le conciernen. Este último busca la solución de los problemas de la vida en el plano del espejismo y de la ilusión; su noción de la realidad nada tiene que ver con las últimas conquistas; es ciego para los cambios duraderos que se producen algo por encima o por debajo de su nivel de comprensión. Si examinamos un tipo de ser como el yogui, cuyo interés se concentra sólo en la realidad como opuesta al mundo de la ilusión, nos veremos obligados a conceder que ha enfrentado todos los problemas humanos con el máximo valor y lucidez. Sea que asimile lo sexual, sea que lo transforme hasta su punto de trascendencia y extinción, en todo caso se trata de alguien que ha alcanzado los vastos espacios abiertos del amor. Si bien no reproduce su propia especie, presta en cambio un sentido nuevo a la palabra nacimiento. En lugar de aparearse, crea; en el círculo de su influencia, los antagonismos se apaciguan y se establece al armonía de una profunda paz. Es capaz de amar no sólo a los individuos del sexo opuesto sino a todos los individuos, a todo lo que respira. Esta apacible clase de triunfo produce escalofríos en el corazón del hombre común, pues no sólo le hace ver claramente la pérdida de su magra vida sexual, sino la pérdida de la pasión misma, la pasión tal como él la conoce. Este tipo de liberación que hace trizas cualquier metro para calcular sentimientos, representa para el una muerte en vida. El logro de un amor que no tiene límites ni cadenas lo aterroriza porque significa muy bien la disolución de su ego. No quiere ser libre para el servicio, la devoción y la dedicación a la humanidad entera; lo que quiere es comodidad, protección y seguridad, el goce, en fin, de sus muy limitados poderes. Al ser incapaz de renunciamiento, no llegará nunca a conocer elpoder curador de la fe, y al faltarle la fe, no llegará nunca conocer el sentido del amor. No busa la liberación, sino una escapatoria, lo que equivale a decir que prefiere la muerte a la vida. A medida que avanza la civilización se hace más y más evidente que la guerra es la suprema solución que la vida ofrece al hombre común. Aquí puede dejarse llevar, para su gran satisfacción, pues en ella el crimen pierde sentido. El sentimiento de culpa queda abolido cuando la totalidad delplaneta sufre un baño de sangre. Los intervalos de paz parecen sólo servir para sumergirse más profundamente en los pantanos del complejo sadomasoquista que se ha adherido como un cáncer al corazón de nuestra vida civilizada. El miedo, la culpa y el crimen forman el triunvirato que realmente gobierna nuestras vidas. ¿Dónde reside lo obsceno en tales condiciones? En la estructura total de la vida, tal como se nos presenta hoy. Hablar de lo que es indecente, impuro, lascivo, sucio, repugnante, etc., sólo en conexión con lo sexual, es negarnos a nosotros mismos el manjar de la extensa gama de aversión-repulsión que la vida moderna pone a nuestro servicio. Cada compartimento de la vida está viciado y carcomido por lo que tan irreflexivamente se rotula "obsceno". Uno se pregunta si no podrían los insanos inventar un término más apropiado y más explícito para designar los mancillados elementos vitales que creamos para después rehuirlos y no identificarlos nunca con nuestra propia conducta. Creemos que los insanos habitan un mundo completamente divorciado de la realidad, pero si se examina nuestra propia conducta cotidiana, tanto en la guerra como en la paz, desde un punto de vista ligeramene más elevado, veremos que ostenta los signos inequívocos de la insanía. "He afirmado", escribe un conocido psicólogo, "que este es un mundo loco, que el hombre está loco la mayor parte del tiempo, y creo que bajo cierto aspecto lo que llamamos moralidad es tan sólo una forma de la locura, que por casualidad se adapta de modo funcional a las circunstancias existentes". Cuando la obscenidad aflora en el arte y más especialmente en la literatura, funciona, por lo común, como un recurso técnico; el elemento deliberado que presenta nada tiene que ver con la incitación sexual, como es el caso de la pornografía. Si aparece una segunda intención, esta intención supera la puramente sexual. Su propósito es despertar, anunciar un sentimiento de realidad. El empleo de este recurso por el artista es, en cierto modo, comparable al empleo que los Maestros hacían de lo milagroso. Este recurso de última hora, tan estrechamente ligado a la desesperación, ha sido motivo de infinitos debates. Por ejemplo, ningún hecho relacionado con la vida de Cristo ha estado expuesto a investigaciones tan desvergonzadas como los milagros que se le atribuyen. El gran dilema que se presenta es si el Maestro debe permitirse o debe prohibirse el empleo de sus extraordinarios poderes. Se ha observado que los grandes maestros del Zen no titubean en recurrir a cualquier medio para despertar a sus discípulos, llegando hasta a realizar actos que prodrían tacharse de sacrílegos. Y conforme a ciertas conocidas interpretaciones del Diluvio, se admite que hasta Dios llegó a desesperar en determinados momentos, e hizo borrón y cuenta nueva para continuar el experimento con el hombre en un plano distinto. (continuará) :::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::: Publicado y traducido por Aldo PELLEGRINI,-Pornografía y obscenidad-Editorial Argonauta-2003
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