plano de la casa de Samsa,

plano de la casa de Gregor Samsa, por Nabokov

viernes, 5 de agosto de 2011

episodio de "la mano" en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge-RILKE

[...] Y por esto precisamente quise contarle de la mano. Me imaginaba que ganaría su estima (cosa que deseaba mucho, no sé por qué) si consiguiese hacerle comprender que yo había vivido verdaderamente aquello. Pero Erik era tan hábil en eludirme que no tocamos nunca ese tema. Además partimos poco tiempo después. Y así es que -cosa bastante extraña en verdad- cuento hoy por primera vez (y no es, después de todo, más que para mí mismo) una aventura que se remonta a lo más lejano de mi infancia.
Lo pequeño que debía de ser yo todavía, lo advierto porque estaba de rodillas en la butaca para alcanzar más cómodamente la altura de la mesa en la que dibujaba. Era de noche, en invierno; si no me equivoco, en nuestro apartamento, en la ciudad. La mesa estaba entre las ventanas de mi habitación y no había otra lámpara en la pieza que alumbraba mis hojas y el libro de Mademoiselle: pues Mademoiselle estaba sentada a mi lado, un poco más atrás, leyendo. Ella estaba muy lejos cuando leía y yo no sé si era en su libro; podía leer durante largas horas, volvía raramente las páginas, y yo tenía la impresión de que bajo sus ojos las páginas se hacían sin cesar más llenas, como si su mirada hiciese nacer allí palabras nuevas, ciertas palabras que ella necesitaba y que no estaban allí. Imaginaba esto mientras dibujaba. Yo dibujaba lentamente, sin intención bien definida, y cuando no sabía cómo continuar, miraba mi dibujo, la cabeza ligeramente inclinada a la derecha; en esta posición descubría más deprisa lo que faltaba todavía. Eran oficiales a caballo que galopaban a la batalla, o que estaban ya metidos en la contienda, lo que era mucho más sencillo, porque entonces era suficiente con dibujar la humareda que les envolvía. Es cierto que mamá pretendía siempre que yo no había pintado nunca más que islas; islas con árboles grandes y un castillo y una escalera y, en la ribera, flores que se miraban en el agua. Pero creo que inventaba o que eso no fue hasta más tarde.
El hecho es que esa tarde dibujaba un caballero, un solo caballero bien destacado sobre un caballo extrañamente cubierto. Era tan abigarrado que tenía que cambiar a menudo de lápiz; el rojo, sin embargo dominaba, y tenía que tomarlo a cada momento. Una vez más fui a utilizarlo, cuando rodó (aún lo veo) oblicuamente sobre mi hoja iluminada hasta el borde de la mesa, y, antes de que hubiese podido detenerlo, cayó a mi lado y desapareció. Verdaderamente lo necesitaba y estaba fastidiado de tener que bajarme a buscarlo. Con mi torpeza, esto no podía tener lugar sin toda clase de complicaciones; mis piernas me parecieron mucho más largas, y no conseguía sacarlas de debajo de mí; este estar de rodillas tan prolongado había entorpecido mis miembros; no sabía bien lo que me pertenecía y lo que era la butaca. Sin embargo, terminé por desembarcar abajo, y confusamente me encontré sobre una piel de animal que se extendía debajo de la mesa hasta la pared. Pero allí surgió una nueva dificultad. Habituados a la claridad de arriba, deslumbrados todavía por el brillo de los colores sobre el papel blanco, mis ojos no llegaban a discernir el menor objeto bajo la mesa, donde el negro me parecía tan cerrado que tenía miedo de golpearme. Me limité, pues, a mi tacto y, arrodillado, apoyándome sobre la mano izquierda, peiné con la otra los pelos largos y frescos del tapiz, cuyo contacto me pareció enseguida familiar. ¡Pero no había ni un lápiz! Ya me figuraba haber perdido un tiempo considerable e iba a llamar a Mademoiselle para rogarle que me acercae la lámpara, cuando noté que a mis ojos, que a mi pesar se había adaptado, la oscuridad se había más transparente. Ya distinguía la pared del fondo que bordeaba un plinto claro; me orienté entre los pies de la mesa; y primero reconocí mi propia mano extendida, los dedos separados, que se movía sola, casi como un animal acuático, y palpaba el fondo. Yo la miraba hacer, recuerdo, casi con curiosidad; parecía conocer cosas que yo no le había nunca enseñado; la veía palpar allí debajo, a su gusto, con movimientos que yo no le había observado nunca. La seguí a medida que avanzaba, me interesé en su manejo y me preparé a ver no sé qué. Pero, ¿cómo hubiese podido esperar que, saliendo de la pared, de pronto otra mano viniera a mi encuentro, una mano más grande, extraordinariamente delgada, y tal como yo jamás había visto? Palpaba, venía del otro lado del mismo modo, y las dos manos abiertas se movían al encuentro la una de la otra, ciegamente. Mi curiosidad estaba lejos de quedar satisfecha, pero bruscamente cedió dejando sitio al terror. Sentí que una de esas manos me pertenecía y que se hundía en una aventura irreparable. Con toda la autoridad que tenía sobre ella, la retuve y la traje hacía mi, extendida de plano y despacio, sin retirar los ojos de la otra mano que continuaba palpando. Comprendí que no iba a quedarse allí; y no puedo decir cómo me subí. Ahora estaba profundamente hundido en la butaca, mis dientes castañeteaban y tenía poca sangre en el rostro que me parecía no tener más azul en los ojos. "Mademoiselle", quise decir, y no pude. Pero ella también se alarmó entonces, tiró su llibro, y se arrodilló al lado de mi butaca gritando mi nombre; creo que ella me sacudió. Pero yo estaba plenamente consciente. Tragué varias veces saliva, e iba a contarle...

Pero ¿cómo? Hice un esfuerzo indescriptible sobre mí mismo, pero no era posible expresar esto de modo que lo comprendiese. Si existían palabras para un acontecimiento semejante, yo era demasiado pequeño para encontrarlas. Y de pronto se apoderó de mí una angustia: que esas palabras, aunque superiores a mi edad, se apareciesen de pronto, y estuviese entonces obligado a decirlas, me pareció más terrible todavía. Esta cosa, allí, tan real, vivirla una vez más enlazada, desde el principio; oírme admitirla...para todo esto, verdaderamemente, yo no tenía fuerza.
Es imaginación, claro está, querer pretender ahora que, ya en aquel tiempo, hubiese podido sentir que algo acababa de entrar en mi vida, precisamente en la mía, algo con lo que debía ir solo, siempre y siempre. [...]
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Los cuadernos de Malte Laurids Brigge-RILKE-
trad. Fco. Ayala, para ed. Losada, en 1958, Buenos Aires

4 comentarios:

anamaría hurtado dijo...

al leer este texto extraordinario, se siente al Rilke de las epifanías bellas y terribles, aquel que bucea en las profundidades y extrae el zumo de lo real, la imposibilidad de la palabra, y , peor aún, la posibilidad irremediable del decir desde esa orilla.
"...que esas palabras, aunque superiores a mi edad, se apareciesen de pronto, y estuviese entonces obligado a decirlas, me pareció más terrible todavía..."

Gracias Karmen por traer a Rilke, siempre entrañable y magnífico
anamaría

karmen blázquez dijo...

Este libro me hizo comprender que lo que se llama escritura,es poesía; en él pueden hacerse poema muchos detalles, como por ej.el que tù eliges.
abrazo Anamaría
k

Román dijo...

Me ha impresionado vivamente la lectura de este post. En general los recuerdos infantiles de esos hombres excepcionales resultan soprendentemente inesperados por el mundo interior que describen y su recuerdo del mismo. ¿Hasta que punto operará en ellos esa ley del recuerdo de que hablaba Tagore en sus memorias refiriendose al adulto uyos recuerdos se parecían más a un cuadro que a una fotografía=
Tus entradas siempre hacen pensar además de su impacto estético.
Román

karmen blázquez dijo...

creo querido Román, que no hay edad más poética que la infancia, todos los niños son poetas, están en el mundo del pensamiento puro, sin lenguaje, y esto es lo que luego dará sus frutos, por eso recordar la infancia con su miedo, su tristeza y su alegría ese donde el poeta adulto vuelve una y otra vez. Gracias por tu aprecio y tu interesante comentario
abrazo
k