LA CASA DE CANETTI--
En el número 12 de la Ulica Slavianska, en Ruse, que desciende recta hacia el puerto, hay todavía, junto al balcón de hierro forjado, un gran monograma de piedra con una C; la casa de tres pisos era la empresa del abuelo de Canetti, ahora es una tienda de muebles. En el barrio de los "espaniolos" -que en un tiempo eran numerosos en Ruse, tan emprendedores como exclusivos- existen todavía, en cambio, las casas bajas entre la vegetación, en general de un solo piso. Los judíos vivían bien en Bulgaria; en su libro sobre Eichmann, Hannah Arendt recuerda que la población búlgara, cuando los aliados nazis obligaron al gobierno de Sofía a imponer el distintivo a los judíos, manifestó su simpatía por quienes lo llevaban y procuró en general obstaculizar o atenuar las medidas antisemitas.
En el barrio está también la casa de infancia de Canetti; el director de los museos ciudadanos, Stojan Jordanov, hombre amable y culta inteligencia, es quien nos lleva a esta casa de la calle Gurko 13, dirección que Canetti, en su autobiografía, se preocupa cuidadosamente de precisar. La calle delante de la verja siempre está "polvorosa y soñolienta", pero el patio con jardín ya no es tan espacioso, invadido por otras construcciones. A la casa de Canetti, a la izquierda del patio, se accede también hoy subiendo unos cuantos peldaños; el edificio está dividido en pequeños apartamentos, en el primero vive la familia Dakovi, en la última puerta la señora Vâlcova, la dueña de la casa, que nos invita a entrar. Las habitaciones están atestadas de forma casi inverosímil de objetos de todo tipo amontonados en desorden, alfombras, colchas,cajas maletas, espejos sobre las sillas, cartones,flores artificiales, zapatillas, papeles, calabazas; en las paredes, grandes y rasgadas fotografías de divos del cine, una Marina Vlady, un joven de Sica de sonrisa conquistadoras.
Aquí abría los ojos al mundo uno de los grandes escritores de ese siglo, un poeta que intuiría y representaría con excepcional fuerza el delirio del época, que deslumbra y extravía la visión del mudno. Entre todas estas bagatelas, en el misterio siempre presente en cada espacio recortado en el informe universo, algo irrecuperable se ha perdido. También la infancia de Canetti se ha desvanecido y su minuciosa autobiografía no consigue aprehenderla. Enviamos una postal a Canetti, en Zurich, pero sé que no apreciará esta intrusión en sus dominiso, en su pasado, ente intento de ir a hurgar en su escondite e identificarlo. En su autobiografía, que probablemente ha determinado en gran medida la concesión del premio Nobel, Canetti parte en busca de sí mismo, del autor de Auto de fe; el Nobel ha premiado a dos escritores, el de antes, que se oculta,y el de ahora, que reaparece. El primero es un genio misterioso y anómalo, tal vez desaparecido e inaccesible para siempre, el escrito que en 1935, a los treinta años publicó uno de los grandes libros del siglo, su único libro realmente grande, Auto de fe, el cual desapareció casi inmediatamente, durante treinta años, de la escena literaria. Este libro imposible y áspero, que no hace ninguna concesión y no permite ser asimilado por la institución cultural, es la grotesca parábola del delirio de la inteligencia que destruye la vida, el terrible retrato de la falta de amor y del deslumbramiento; su rechazo, por parte de aquella ideal mediocridad que es la república literaria con su bienintencionada historiografía, era un fenómeno obvio, el rechazo de la grandeza radical y absoluta, indigerible. Ese libro, que ilumina como poquísimos nuestra vida, ha permanecido durante largo tiempo prácticamente ignorado, y Canetti ha soportado esa marginación con una firmeza que tal vez ocultaba, en su amable modestia, una irrefutable y casi empecinada conciencia de su propio genio.
El escritor de Auto de fe no habría ganado por sí solo el Nobel, ni siquiera con el resto de sus obras precedentes; para que fuera aceptado era necesario probablemente otro escritor, el que saltó a la luz treinta años después, acompañando la fortuna de su libro, redescubierto por la fama, como si se tratara de una fortuna pósutma y dirigiendo su lectura, su interpretación y su comentario -al igual que si, con decenios de retraso, se descubriera El proceso de Kafka y reapareciera el propio Kafka, bastante más anciano y simpático, sirviendo de guía de sus propios laberintos.
La autobiografía, que parte de la infancia en Ruse, es esta construcción de su propia imagen, esta imposición del autocomentario; en lugar de narrar una realidad viva, la esclerotiza en la descripción. Canetti quiere contar la génesis de Auto de fe, pero no dice realmente nada acerca de ese grandioso libro ni acerca de su inimaginable autor, que debe haberse encontrado al borde de la catástrofe y del vacío; ni siquiera expresa el silencio y la ausencia de ese autor, de su otro yo, el agujero negro que lo ha engullido y cuya evocación habría podido hacer nacer otro gran libro, sino que redondea sus aristas y ajusta las cosas con un tono autorizadamente conciliador, como si quisiera asegurar que en el fondo todo sigue en su sitio. Así que su libro dice a la vez demasiado y demasiado poco.
Creo que resultará difícil aceptar este jucio, sin duda tan discutible como cualquier otro, pero que nace del amor por él y por su lección de verdad. A veces Canetti se asemeja a los poderosos de sus libros, a su deseo de mantener la vida bajo control, que él ha indagado y desenmascarado en Masa y poder; a todos los grandes escritores les acechan los demonios que ponen al desnudo, lso conocen porque los llevan consigo, denuncian su poder en la medida en que amenaza con dominarles. Parece que en ocasiones quiera tener el mundo en sus manos o, por lo menos, su propia imagen, con el inconfesado deseo de que sea únicamente Canetti quien hable de Canetti. Cuando la señora Grazia Ara Elias le escribió que también ella había nacido y crecido en Ruse y recordaba a los Canetti y también al doctor Menachemoff al que describía en la autobiografía, Canetti, que no le contestó, se sintió quizá inquieto ante la idea de que alguien más pudiera ostentar derechos sobre la imagen de Ruse, del doctor y de todo aquello que él, ñpor haber escrito sobre ello, consideraba tal vez su propiedad exclusiva.
A sus cartas -con las que durante un tiempo me invitaba a entrar con magnánima generosidad en su vida y me ayudaba a entrar en la mía-, a toda su persona y a su Auto de fe debo una parte constitutiva y esencial de mi realidad. Es posible que mi acogida de su autobiografía le haya disgustado, pero quien ha aprendido a ver los mil rostros del poder gracias a él tiene el deber de resistir, en su nombre, a ese poder, incluso cuando asume, por un instante, su rostro. Mientras la señora Vâlcova cierra la puerta contemplo, verosímilmente por última vez en mi vida, esas habitaciones atestadas en las que jugaba y crecía un niño desconocido, un poeta que ha enseñado la fidelidad, la resistencia al inaceptable ultraje de la muerte.
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de El Danubio- Claudio MAGRIS-trad. Joaquín Jordá, editorial Anagrama,1997,
título de la edición original:Danubio-
publicado por Garzanti Editore en Milán, 1986
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