plano de la casa de Samsa,

plano de la casa de Gregor Samsa, por Nabokov

martes, 20 de diciembre de 2011

Segundo capít. de Coloquio sobre Dante-Ósip MANDELSTAM

Es indispensable mostrar algunos fragmentos de los ritmos de Dante. No se conoce nada al respec­to y es algo que hay que saber. Quien dice que Dante es escultural se encuentra bajo la influencia de definiciones miserables acerca del gran euro­peo. En la poesía de Dante son naturales todas las formas de energía que conoce la ciencia contemporánea. La unidad de la luz, del sonido y de la ma­teria compone su naturaleza interna. Leer a Dante es ante todo un trabajo infinito que a medida que lo conseguimos nos aleja de la meta. Si la primera lectura sólo provoca ahogo y una sana lasitud, pa­ra las siguientes será necesario proveerse de un buen par de botas suizas con clavos, de esas que no se gastan. Me pregunto, en serio, cuantas suelas, cuantos cueros de vaca, cuantas sandalias habrá gastado Alighieri durante su trabajo poético mien­tras viajaba por los agrestes caminos de Italia.

El Infierno y, en especial, el Purgatorio enalte­cen el andar del ser humano, el tamaño y el ritmo de los pasos, la planta del pie y su forma. Para Dante el paso, unido a la respiración e impregnado de pensamiento, es el principio de la prosodia. Para designar la marcha utiliza una multitud de giros diversos y encantadores.

En Dante la filosofía y la poesía están siempre andando, siempre en camino. Incluso la pausa es una variedad de movimiento acumulado: el espa­cio para la conversación se crea a base de esfuer­zos de alpinista. El pie del verso -inspiración y es­piración- es el paso. El paso tiene la facultad de argüir, estimular, silogizar.

La cultura es el aprendizaje de las asociaciones más rápidas. Pescas las cosas al vuelo, eres sensible a las alusiones: ése es el elogio favorito de Dante.

Para Dante el maestro es más joven que el dis­cípulo porque «corre más rápido».

Se volvió y creí ver a uno de aquellos que se ejercitan por los lienzos verdes de la campaña en los alrededores de Verona, y su porte 'mostraba que era un vencedor y no un vencido.

La fuerza rejuvenecedora de la metáfora resucita al instruido viejo Brunetto Latine bajo el aspecto de un joven vencedor de una carrera deportiva en Verona.

¿Qué es, entonces, exactamente la erudición de Dante?

Aristóteles, como una mariposa aterciopelada, está ribeteado por la orla árabe de Averroes.

... Averrois, che il gran Comento feo... [1]

Inferno, IV, 144

En este caso el árabe Averroes acompaña al griego Aristóteles. Ambos son componentes de un mismo dibujo. Ambos caben en la membrana de una mis­ma ala.

El final del Canto IV del Inferno es una autén­tica orgía de citas: aquí encuentro yo la manifesta­ción limpia y pura del teclado de las referencias de Dante.

Un paseo, nota por nota, a lo largo del hori­zonte de la Antigüedad. Una especie de polonesa chopiniana donde aparecen, lado a lado, un César armado, con los ojos sanguinarios de un grifo, y un Demócrito, que ha desintegrado la materia en átomos.

Una cita no es una copia. Es una cigarra. Chi­rría, por naturaleza, sin parar. Una vez aferrada al aire, ya no lo suelta. La erudición dista mucho de semejarse al teclado de las referencias que consti­tuye la esencia misma de la instrucción.

Quiero decir que la composición no se forma como resultado de la acumulación de rasgos parti­culares, sino a consecuencia de que cada detalle se separa del objeto, se aleja de él, sale volando, se aparta del sistema, se retira a un nuevo espacio -o dimensión- funcional, pero siempre en un lapso rigurosamente legitimado y sólo si para esto se presenta una situación suficientemente madura y única.

No conocemos los objetos en sí, pera en cambio somos en extremo sensibles a la posición que ocupan. Cuando leemos los cantos de Dante es co­mo si estuviéramos recibiendo resúmenes informa­tivos desde el campo de batalla, y a través de ellos adivinamos maravillosamente bien el estruendo de la sinfonía de la guerra, a pesar de que cada bole­tín tornado por separado desplaza un poco y en ciertos lugares los banderines estratégicos, o seña­la algunas alteraciones en el timbre del cañoneo.

De esta manera, la obra surge como el todo re­sultante de un único impulso diferenciador que la atraviesa. Ni un solo instante permanece parecida a sí misma. Un físico que desintegrara el núcleo del átomo y luego quisiera reunirla de nuevo, se pare­cería a los partidarios de la poesía descriptiva y ex­plicativa para la que Dante es siempre una amenaza y una peste.

Si aprendiéramos a oír a Dante, escucharíamos la maduración del clarinete y del trombón, escu­charíamos la transformación de la viola en violín y el alargamiento de la válvula de la trompa. Y presenciaríamos cómo alrededor del laúd y de la tior­ba se forma el nebuloso núcleo de la futura orques­ta homofónica tripartita.

Además, si escucháramos a Dante, nos sumergi­ríamos involuntariamente en un torrente de ener­gía llamado o bien composición (en su totalidad), o metáfora (en su particularidad), o comparación (en su paso evasivo). Este torrente genera defini­ciones con el fin de que vuelvan y se fundan en él enriqueciéndolo; pero apenas recibida la primera alegría de su formación, perderían su primogeni­tura tras unirse a la materia que se precipita con fuerza entre los sentidos y los purifica.

Comienzo del Canto X del Inferno. Dante nos em­puja a la ceguera interior del coagulo de la compo­sición:

Nos internamos por un estrecho sendero entre el muro de roca y los condenados -mi maestro y yo, que iba detrás...

Todos los esfuerzos están orientados a luchar con­tra la espesura y la falta de luz que hay en el lugar. Brotan formas luminosas, como dientes. El coloquio es tan necesario como las antorchas en una cueva.

Dante jamás entabla una lucha cuerpo a cuerpo contra la materia sin haber preparado antes el instrumento para aprehenderla, sin haberse pro­visto de un aparato de medición que calcule el tiempo concreto que gotea o se disipa. En poesía, donde todo es medida, donde todo proviene de la medida y gira alrededor de ella y por ella, los apa­ratos de medición son herramientas con caracte­rísticas particulares que desempeñan una función activa especial. Aquí, la aguja temblorosa de la brújula no sólo es cómplice de la tormenta magné­tica, sino que ella misma la origina.

De esa manera vemos que el diálogo del Canto X del Inferno esta magnetizado por las formas de los tiempos verbales: el pretérito perfecto e imperfec­to, el pretérito de subjuntivo, incluso el presente y el futuro son presentados en el Canto X como cate­gorías, con características categóricas, autoritarias.

Todo el canto está edificado en base a unos cuan­tos ataques verbales que, insolentes, saltan del texto. Es como si se desplegara el cuadro de esgrima de la conjugación; podemos oír, literalmente, cómo los verbos retrasan su asalto.

Primer ataque:

La gente che per li sepolcri giace

potrebbesi veder?...[2]

Segundo ataque:

...Volgiti: che fai?[3]

En estas palabras se siente el horror del presen­te, una especie de terror praesentis. Aquí el pre­sente puro esta tornado como escapatoria. Total­mente separado del futuro y del pretérito, el presente se conjuga como miedo puro, como pe­ligro.

Tres matices del pretérito, que se ha quitado de encima la responsabilidad por lo ya consumado, se encuentran en el terceto:

Yo en sus ojos mi vista había clavado,

y él su pecho y la frente levantaba

como aquel que al infierno ha despreciado...

Luego, como una poderosa trompeta, el preté­rito irrumpe en la pregunta de Farinata:

...Chi fur li maggior tui?[4]

¡Cómo se ha alargado el verbo auxiliar! Un bre­ve y recortado fur en lugar de furon. ¿No fue así, con el alargamiento de la válvula, como se creó la trompa?

Más adelante hay un tropiezo con el pretérito perfecto. Ese tropiezo abatió al viejo Cavalcanti: sobre su hijo, el todavía vivo poeta Guido Caval­canti, escuchó de su coetáneo y compañero Ali­ghieri algo (no importa qué) en el fatal pretérito perfecto ebbe.

Y es extraordinario que precisamente este tropie­zo abra el camino a la corriente principal del dia­logo: Cavalcanti desaparece, como un oboe o un clarinete que han terminado de tocar, mientras que Farinata, como un jugador de ajedrez que se toma su tiempo y continúa la jugada interrumpida, rea­nuda el ataque:

e se continuando al prima detto,

«s'egli han quell' arte», disse, «male appresa,

ciò mi tormenta più che questo letto»...[5]

Inferno X, 76-78

En el Canto X del Inferno, el dialogo es un aclarador fortuito de la situación. Ésta fluye por sí misma entre dos ríos.

Todas las informaciones útiles de carácter enci­clopédico han sido comunicadas en los versos inicia­les del canto. La amplitud del coloquio se ensancha lenta y obstinadamente; de forma indirecta se intro­ducen escenas de masas e imágenes de multitudes.

Cuando Farinata se levanta, despreciando el Infierno a a semejanza de un gran señor que ha caído prisionero, el péndulo de la conversación abarca en su recorrido todo el diámetro de la tenebrosa llama sembrada de lenguas de fuego.

El concepto de escándalo en la literatura es bastante anterior a Dostoievski; ya en el siglo XIII y en Dante era mucho más fuerte. Dante se tropieza, se topa con Farinata en un encuentro no deseado y peligroso de la misma manera como los vividores de Dostoievski se topaban con sus verdugos: en el lugar menos adecuado. Suena una voz, todavía no se sabe de quién es. Para el lector cada vez es más difícil dirigir ese canto que crece progresivamente. Esa voz -el primer tema de Farinata- es un breve arioso dantesco de tono suplicante, muy en el espí­ritu del Inferno:

¡Oh, toscano que vivo viajas por la ciudad en llamas y hablas con tanta elocuencia! No rehúses detenerte un instante... En tu forma de hablar reconocí en ti a un ciu­dadano de aquella noble provincia para la que yo fui, ¡ay de mí!, una carga demasiado pesada.

Dante es un infeliz. En el fondo es un rasnochí­netz[6] de antigua sangre romana. No es la amabili­dad lo que le caracteriza, sino todo lo contrario. Hay que ser ciego como un topo para no darse cuenta de que a todo lo largo de la Divina Comme­dia Dante no es capaz de comportarse debidamente, no sabe cómo caminar, ni qué decir, ni cómo hacer una reverencia. No lo estoy inventando, me remito a las innumerables confesiones del propio Alighie­ri, diseminadas por toda la Divina Commedia.

La zozobra interna y una pesada torpeza con­fusa y dolorosa que en todo momento acompañan a ese hombre inseguro de sí mismo, un hombre que parece no haber terminado su educación, que es incapaz de sacar provecho de su experiencia in­terior y de objetivarla como etiqueta de un hombre atormentado y acosado, es lo que confiere al poe­ma todo su encanto, toda su fuerza dramática, es lo que trabaja en la creación de su fondo como una imprimación psicológica.

Si dejáramos solo a Dante, sin su dolce padre, sin su Virgilio, desde el principio estallaría inevitable­mente el escándalo y, en vez de un recorrido por los tormentos y las curiosidades del Infierno, ten­dríamos la más grotesca de las bufonadas.

Las torpezas que Virgilio previene corrigen y enderezan sistemáticamente el curso del poema. La Divina Commedia nos hace entrar en el laborato­rio de las cualidades espirituales de Dante. Lo que para nosotros era un capuchón irreprochable y un perfil aguileño, por dentro era un malestar vencido a precio de mucho sufrimiento, de una lucha en­teramente pushkiniana por la dignidad y la posi­ción social del poeta. Esa sombra, la misma que asustaba a los niños y a las ancianas, tenía miedo. Alighieri iba de un frío a un calor insoportables: del prodigioso paroxismo de la alta autoestima a la convicción de su propia insignificancia.

La gloria de Dante ha sido hasta hoy el obstáculo más grande para el conocimiento y el estu­dio profundo del poeta, y así seguirá siendo por mucho tiempo. Su concisión no es otra cosa que el producto de un profundo desequilibrio interior que se desahoga en suplicios oníricos, en encuen­tros imaginarios, en refinadas réplicas ideadas de antemano y alimentadas por la bilis, dirigidas a la destrucción absoluta del adversario, al triunfo fi­nal.

El dulcísimo padre, mentor y preceptor, el más sensato de todos, no se cansa de llamar al orden a ese rasnochínetz del siglo XIV, que con tantas difi­cultades logra situarse en la jerarquía social, mien­tras Boccaccio -casi su contemporáneo- se deleitaba en ella, se sumergía en su cauce, retozaba en esa misma jerarquía social.

Che fai? -¿Qué haces?- suena literalmente co­mo una llamada al orden del maestro: ¿Te has vuel­to loco?... En ese momento, para salir del apuro, toca los registros que sofocan la vergüenza y ocul­tan su turbación.

Es definitivamente erróneo imaginarse el poema de Dante como un largo relato lineal o como el alar­gamiento de una sola voz. Mucho tiempo antes de Bach, en una época en que aún no se construían órganos grandes y monumentales, sino sólo prototi­pos muy modestos del futuro monstruo, cuando el instrumento por excelencia era la cítara que acom­pañaba a la voz, Alighieri construyó, en el espacio de la palabra, un órgano de infinita potencia y se de­leitó con todos los registros imaginables, hinchó todos los fuelles, y bramó y arrulló desde todos los tu­bos.

...com’ avesse l'inferno in gran dispitto.[7]

Inferno, X, 36

es el verso en el que se engendra todo el demonis­mo y todo el byronismo europeo. Entre tanto, en lugar de erigir su escultura sobre un zócalo, como lo hubiera hecho, por ejemplo, Hugo, Dante la envuelve en una sordina, la arropa con sombras gri­sáceo azuladas, la oculta en el fondo de un oscuro saco sonoro.

Está dada en un registro descendente, cae, se pierde en las grietas acústicas.

En otras palabras: la luz fonética está apagada.

Las sombras grisáceo azuladas se han disipado.

La Divina Commedia no quita al lector su tiem­po, por el contrario, lo intensifica, como una pieza de música que está siendo ejecutada.

Al alargarse, el poema se aleja de su fin, y el fi­nal irrumpe sin que nos percatemos de ello.

La estructura del monólogo de Dante, armado so­bre los registros del órgano, puede ser bien enten­dida si se hace la analogía con las rocas de una montaña, cuya pureza ha sida alterada por la in­serción de partículas extrañas.

Las mezclas granulosas y las vetas de lava dan fe de un desplazamiento único, o de una catástrofe, como el origen común de su formación.

Los versos de Dante tienen precisamente una formación y una coloración geológicas. Su estruc­tura material es mucho más importante que su re­nombrada esculturalidad. Imaginen un monumento de granito o de mármol, cuya tendencia simbólica estuviera dirigida no a representar un caballo o un caballero, sino a revelar la estructura interna del propio mármol o del granito. En otras palabras, in­tenten imaginar un monumento de granito erigido en honor del granito y con la idea de desvelar su esencia, y se harán una idea bastante clara de la re­lación que Dante establece entre la forma y el con­tenido.

Todo período del discurso en verso -ya sea una línea, una estrofa o toda una composición lírica­ debe ser tomado como una palabra única. Cuando pronunciamos, por ejemplo, la palabra «sol», no nos deshacemos del significado ya listo -eso sería un aborto semántica-, sino que vivimos un ciclo particular.

Cualquier palabra es un haz de significados que se yerguen en diversas direcciones y no tienden ha­cia un único punto oficial. Al decir «sol», es como si realizáramos un largo viaje al que estamos tan acostumbrados que podríamos hacerlo dormidos. La poesía se diferencia del lenguaje automático en que nos despierta y nos sacude a mitad de una pala­bra. Entonces la palabra se revela como mucho más larga de lo que nos imaginábamos, y recordamos que hablar es estar siempre en camino.

Los ciclos semánticos de los cantos de Dante están armados de tal manera que pueden comenzar por ejemplo con miod (miel) y terminar con mied (cobre), o empezar con lai (1adrido) y terminar con liod (hielo).

Cuando Dante lo necesita, llama a los párpados «labios de los ojos». Esto ocurre cuando las la­grimas congeladas cuelgan de las pestañas como cristales de hielo y forman una costra que impide llorar.

li occhi lar, ch’eran pria pur dentro molli,

gocciar su per le labbra...[8]

Inferno, XXXII, 46-47

Así pues, el sufrimiento atraviesa los órganos de los sentidos, crea híbridos y conduce hasta ese ojo belfudo.

En Dante no hay una forma única, hay una multitud de formás. Una forma se extrae de la otra y sólo de una manera convencional pueden ser en­cajadas la una en la otra.

Él lo dice:

io premerei di mio concetto il suco...[9]

Inferno, XXXII, 4

Es decir, que para él la forma es algo que se expri­me, no es una cáscara.

De esta manera, por extraño que parezca, la forma se extrae del contenido-concepto, que pare­ce revestirla. Ésa es, claramente, la idea de Dante.

Pero exprimir algo, lo que sea, sólo se puede de una esponja o de un trapo húmedo. Por más que re­torzamos un concepto no conseguiremos que rezu­me ninguna forma si él no es ya, en sí mismo, una forma. En otras palabras, en poesía toda creación de formas implica series, períodos o ciclos de so­noridad exactamente igual que una unidad semán­tica si se pronuncia por separado.

Una descripción científica de la Comedia de Dante, una descripción tomada como un flujo, co­mo una corriente, inevitablemente adoptaría el as­pecto de un tratado sobre las metamorfosis e in­tentaría penetrar en los múltiples estados de la materia poética, de la misma manera que un médi­co que hace un diagnóstico escucha con atención la unidad múltiple del organismo. La crítica litera­ria se aproximaría así al método de la auténtica medicina.



[1] Y Averroes, cuyo gran Comento leo...

[2] ¿La gente, dije, que en las tumbas yace/ podría ver?

[3] ¿Por qué vuelves atrás?

[4] ¿Quién fueron tus mayores?...

[5] «Que tal arte aprender sea imposible», / dijo, continuando, «me atormenta/ más que este lecho, y es más que insufrible».

[6] Intelectual que no pertenecía a la nobleza en la Rusia de los siglos XVIII y XIX.

[7] Como aquel que al infierno ha despreciado.

[8] Lagrimás de los ojos derramaran / sobre los labios, don­de, congeladas ...

[9] Más jugo sacaría del que saco a mi concepto...

:::::::::::::::::::::::::::::::::::

de Coloquio sobre Dante-Ósip MANDELSTAM-trad. Selma Ancira-Edit. Acantilado,1994

No hay comentarios: